En las próximas semanas aparecerán las nuevas novelas de Vargas Llosa («El héroe discreto»), J.M. Coetzee («La infancia de Jesús»), Corman McCarthy («El consejero»), Isaac Rosa («La habitación oscura») y los ensayos de novelistas como David Foster Wallace («En cuerpo y en lo otro. Ensayos»), Nélida Piñón («Libro de horas») o Julio Cortázar («Clases de literatura»). Por su parte, la editorial Alba prepara una muy cuidada edición de «Los hermanos Karamazov», la gran novela de Dostoyewski.
Para empezar, hemos elegido la reedición que la editorial Cátedra ha publicado de los ensayos de Montaigne («Montaigne. Ensayos completos») en su Biblioteca Avrea, la obra de uno de los pensadores europeos más singulares. Viene esta edición a unirse a otras recientes como la de Gredos en varios tomos y la anotada edición de Acantilado, editorial que además ha culminado su atención al pensador francés con la publicación de la inconclusa biografía de Montaigne que el escritor austriaco Stefan Zweig escribía cuando se suicidó en Brasil, a donde había llegado huyendo de los nazis. Otra, también interesante, es la edición de lujo de Planeta ilustrada por Salvador Dalí.
El interés por los ensayos de Montaigne viene siendo permanente desde hace muchos años, no sólo por sus reflexiones sobre los avatares de una época histórica, perfectamente aplicables a la contemporaneidad, sino por su estilo literario y por sus relaciones con la cultura clásica. Además contienen una sólida defensa de la educación cuyas ideas son dignas de tenerse en cuenta hoy más que nunca, cuando los estudiantes, como dice Álvaro Muñoz Robledano en la introducción a esta edición de Cátedra, «deambulan como espectros entre datos que no entienden, ideas que ni siquiera cuestionan y asignaturas en las que entran decididos a no razonar».
En estos años de incertidumbre no está de más sumergirse en la lectura de estos «Ensayos» para reflexionar sobre las circunstancias por las que atraviesan las sociedades contemporáneas y que ya fueron denunciadas o advertidas por el escritor francés hace casi 500 años. O porque, como afirma Zweig, algunas de las cadenas que creíamos rotas hacía tiempo, y que Montaigne ya había sacudido, el destino volvió a forjarlas de nuevo, más duras y crueles que nunca. Algunas las revisamos en este artículo. Pero antes se impone una mirada, bien que breve, al personaje y a su época.
El intelectual en su torre
Michel de Montaigne era descendiente de una familia burguesa enriquecida con el comercio del pescado ahumado. Su bisabuelo compró el título nobiliario y el castillo de Montaigne, cuyo nombre el escritor adoptó como suyo. Su familia materna había cambiado en Zaragoza su apellido español de Pasagón por el de de Villanueva (y luego, ya en Francia, por Villeneuve) para ocultar su origen judío a la Inquisición.
A los pocos meses de nacer, su padre lo puso en manos de una familia de leñadores pobres para que fuera educado durante los primeros años de su vida en la escasez y la indigencia, y cuando tuvo la edad de recibir formación, contrató a un preceptor alemán, que no hablaba ni una palabra de francés, para que Montaigne sólo recibiese clases en latín (ese es el origen de su gran formación y de su conocimiento gigantesco de la cultura clásica).
A los 38 años, tras haber desempeñado algunos cargos oficiales en el entorno político de Burdeos, decide poner fin a su vida pública y se recluye en la torre circular del castillo, habilitada como biblioteca y lugar de reposo. Su retiro duró diez años, durante los que escribió y publicó los dos primeros tomos de sus Ensayos, y sólo puso fin a este aislamiento para hacer, ya enfermo, un largo viaje de dos años, a caballo, por varias ciudades europeas.
A su regreso fue nombrado alcalde de Burdeos, ciudad de la que huyó cuando se vio asediada por la peste (le perseguía la imagen de su mejor amigo, el escritor Étienne de la Boétie, víctima años antes de una epidemia similar) y a la que volvió meses más tarde para llevar a cabo una mediación entre el rey Enrique III y su sucesor Enrique de Navarra, gestión diplomática que evitó una nueva guerra civil (durante su vida fue testigo de hasta ocho guerras de religión en Francia).
En los últimos años de su vida se dedicó a escribir el tercer tomo de los Ensayos, acompañado de una jovencísima mujer, algunos dicen que su amante (su presencia en el castillo se justificaba como su fille d'alliance), Marie de Gournay, fascinada por la obra y por la personalidad de Montaigne y que, tras su muerte, se convirtió en la cuidadosa y apasionada editora de sus escritos. Montaigne murió en 1592, a punto de cumplir sesenta años, ensimismado en su obra y en las lecturas de su bien dotada biblioteca, y rechazando una y otra vez los cargos públicos y las tentaciones que le ofrecía el poder.
La vigencia de los ensayos
La palabra ensayo viene utilizándose en su acepción moderna para calificar una obra de pensamiento de una cierta profundidad sobre un tema más o menos actual. Pero cuando Montaigne utilizó este título para sus escritos, su significado se situaba más cerca de su etimología, el término latino exagium, balanza (por la facultad de pesar, de estimar), que de sus acepciones posteriores de 'intento' o 'experiencia'. Quevedo los llamó Discursos, y en la primera traducción, fallida, al castellano, Diego de Cisneros se refería a ellos como Propósitos.
El valor supremo que Montaigne defiende en sus Ensayos es el de la libertad, por la que sentía una verdadera pasión. Luego el de la tolerancia y, con frecuencia, el de la igualdad entre sexos, un principio sorprendente y revolucionario en una sociedad vetada a la mujer. Y no sólo eso. Montaigne llegó a denunciar como hipocresía los tabúes de sus contemporáneos sobre la sexualidad.
Sorprende también su tolerancia, y su valentía al exponerla, en una época de intolerancias y fanatismos, comenzando por las barbaridades cometidas por católicos, protestantes, calvinistas y hugonotes, que Montaigne denuncia, consciente del riesgo al que se expone, después de haber sido testigo de cientos de torturas, ahorcamientos, empalamientos y decapitaciones, y de ver cómo se retorcían de dolor los condenados a morir en las llamas de las hogueras de la Inquisición (durante la noche de San Bartolomé fueron exterminadas ocho mil personas). Pese a ello no le tiembla la pluma cuando critica la hipocresía de unos creyentes que rezan a Dios, afirma, para mejor perpetrar sus crímenes: El avaricioso le reza por la conservación de sus tesoros, el ambicioso por sus victorias, el ladrón lo emplea en su auxilio para salvar el peligro... (Las Oraciones).
Sensible a las diferencias de civilizaciones y de costumbres, Montaigne defendió eso que ahora se conoce como multiculturalismo, en una época en la que el egocentrismo europeo consideraba a la civilización del viejo continente modelo y autoridad para el mundo. Montaigne no dudó en criticar a una Europa que llama bárbaro a un Nuevo Mundo que ha edificado ciudades de una magnificencia asombrosa, ciudades cuyas riquezas –dice- Europa no ha dudado en expoliar. Así pues, podemos muy bien llamarlos bárbaros con respecto a las reglas de la razón, pero no con respecto a nosotros mismos, que los superamos en toda suerte de barbarie (Los Caníbales).
También criticó Montaigne el sistema educativo, parecido en gran medida al vigente hoy día: En vez de dejar que los alumnos desarrollen provechosamente sus propias opiniones, los llenan de materia muerta. Nos esforzamos sólo en llenar la memoria y dejamos el entendimiento y la conciencia vacíos. Saber de memoria no es saber.
Otro de los grandes valores de los Ensayos reside en la defensa de la paz en una Europa de la cultura, y en la apelación a la razón para conseguir esta utopía. En ese sentido Montaigne fue un precursor de la filosofía del siglo de las luces, un padre de los enciclopedistas. En su obra, conceptos como razón, reglas de la razón, razón universal... son utilizados con frecuencia para convencer a sus contemporáneos. De los dignatarios eclesiásticos llega a recibir sugerencias para que sustituya en sus escritos la palabra fortuna por Dios o por la Divina Providencia. Nunca les hizo caso. Tal vez por ello los Ensayos figuraron largas temporadas en el índice de libros prohibidos.
A pesar de lo que pueda parecer, no es la obra de Montaigne la de un sesudo intelectual que se pierde en los vericuetos de la reflexión. Los contenidos de los Ensayos, ilustrados con narraciones de historias y peripecias de personajes de los mundos clásico, medieval y renacentista, que evoca con frecuencia, son los fundamentos de una de las lecturas más gratificantes a las que puede acceder cualquier tipo de lector, sin que sea necesaria una especial formación cultural para entenderla y disfrutarla.