La ruptura e imposición del embargo de Washington al régimen cubano se debió a la confiscación de las propiedades en una Cuba dominada por el capital del país norteamericano, desde el fin de la colonia española como resultado de la guerra de 1898 entre Estados Unidos y España.
La imperfecta puesta en marcha de la república cubana, hipotecada por la Enmienda Platt, que permitía la injerencia de Washington en el proceso político, fue un mal augurio para la actuación de la oposición al régimen de Fulgencio Batista (1940-1944 y 1952-1959) y el consecuente apoyo inicial a la revolución castrista.
Pero la transformación del nuevo régimen en una imitación de los establecidos en la Europa del Este después de la II Guerra Mundial, provocó el enfrentamiento entre los sectores moderados que se opusieron a Batista y los endurecidos revolucionarios.
La confiscación indiscriminada de las propiedades y la destrucción total del sistema capitalista plasmaron el escenario del enfrentamiento sin concesiones. El divorcio se solidificó en aras de la estrategia de la Guerra Fría y la amenaza soviética. Para Washington, era una humillación que merecía una lección drástica.
Desde entonces, ningún presidente estadounidense quería pasar a la historia como el primero que había claudicado ante el gobernante cubano Fidel Castro (1959-2008). El intento del presidente Jimmy Carter (1977-1981), al diseñar la puesta en marcha de las «secciones de intereses», bajo el paraguas diplomático de otros países, se vio como un subterfugio para funcionar de manera similar a las relaciones plenas, pero con las consiguientes limitaciones.
Pero las buenas intenciones de Estados Unidos no se vieron correspondidas por Cuba. El incidente de la invasión de la embajada de Perú en La Habana en octubre de 1980 y el consiguiente éxodo del Mariel no solamente provocaron tensiones entre los dos países, sino que más tarde contribuyeron a la derrota del propio Carter en su intento de reelección.
Luego, todo siguió dominado por la inercia. Cuba seguía reclamando que no se sentaría a negociar si no se eliminaba el embargo.
Pero años después, ya lejos de las administraciones de Ronald Reagan (1981-1989), una cierta esperanza con la Presidencia de Bill Clinton (1993-2001), que sufrió la «crisis de los balseros», y más tensiones con su sucesor George W. Bush (2001-2009), el cambio en Washington y La Habana hizo su aparición.
Entre las claves de esta mutua decisión, anunciada el pasado 17 de diciembre por los presidentes Barack Obama y Raúl Castro, destaca la conveniencia de Washington para desembarazarse de un obstáculo para mantener relaciones pragmáticas con el resto de la región latinoamericana.
Cuba era un estorbo, una excusa para líderes latinoamericanos con agendas populistas. Otros actores externos se entrometían en el «patio trasero» de Washington. Se imponía una estrategia de cooperación donde las diferencias ideológicas no fueran un muro insalvable.
El mundo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 se había convertido en mucho más complicado que el bipolar compartido con Moscú durante la Guerra Fría. Los responsables de la seguridad nacional en Washington habían sistemáticamente señalado que otros escenarios diferentes a Cuba eran mucho más importantes.
Además, la única amenaza seria para Estados Unidos desde el sur estaba representada por el crimen organizado, el tráfico de drogas, y la inmigración descontrolada. Lo último que Washington podía tolerar era un segundo Mariel. Entre la incertidumbre de la apertura democrática y la estabilidad, Obama optaba por la seguridad.
La presión de la migración cubana en Estados Unidos, muy distinta en las dos últimas décadas que aquella que impuso el embargo, ha contribuido notablemente al cambio mutuo de actitud a ambos lados del estrecho de la Florida. El sentimiento de reconciliación entre bandos opuestos que se consideraron enemigos comenzó a imponerse y suavizó la dura actitud de notables sectores del exilio.
La opinión pública estadounidense, expresada en la prensa de referencia, ha contribuido también a reforzar las tesis del gobierno. La presión de intereses económicos que veían que las oportunidades de inversiones se podían esfumar, ante la competencia europea y de otras regiones del globo, se hizo irresistible.
En Cuba, el ambiente también había cambiado. Era cuestión de contar con la colaboración de Raúl Castro, en el poder desde 2008. Diferente a su hermano, el pragmatismo de Raúl le permitiría pactar y sellar un acuerdo sin exigir que el embargo fuera eliminado. La precaria situación económica le recomendaba un arreglo con Washington.
La mediación del papa Francisco hizo el resto. Después de todo, la propia actitud del pueblo cubano siempre había distinguido entre la animadversión hacia Estados Unidos, como ente político, y su pueblo. La apertura de las embajadas es el principio, pero la normalidad total no será fácil.
Todo depende del uso que unos y otros hagan de los flecos del embargo. En primer lugar, el tema de las compensaciones por las expropiaciones seguirá revoloteando sobre la evolución de las negociaciones. Aunque el gobierno cubano seguirá insistiendo en reclamar los daños propinados por el propio embargo, algunos antiguos propietarios seguirán reclamando el mismo trato recibido por los expropiados en los países del este europeo.
Otro tema que seguirá planteando un obstáculo será la posible eliminación de la llamada «ley de ajuste cubano», por la cual cualquier cubano que pise territorio estadounidense tiene garantizado el asilo, residencia y eventual camino hacia la ciudadanía.
La total normalización, aparte de la eliminación de todos los términos del embargo, codificados en la llamada Ley Helms-Burton, de 1996, solamente podría verse sublimada por el establecimiento de un consulado de Cuba en... Miami, algo que, de momento, por condicionamientos de seguridad, las autoridades (de origen cubano) de esta ciudad consideran prematuro.