Aunque el simbolismo podría haber sido más dramático si los terroristas hubieran elegido la vecina estación nombrada por Robert Schuman, quizá las condiciones de seguridad mayores les disuadieron.
Lo cierto es que se trata del corazón simbólico de la Unión Europea. Por allí pasan a diario miles de funcionarios de las tres instituciones comunitarias, el Consejo, el Parlamento y la Comisión. El ente supremo de la UE representa los sacrosantos intereses de los estados miembros, que desde el estallido del terrorismo y el drama de los refugiados han capturado la disciplina de la organización. El Parlamento, que defiende los valores de los ciudadanos, se siente desplazado en hacer sentir su voz. La Comisión, que controla el capital constitucional de los tratados, se ha plegado a los deseos de los estados.
En contraste con las gratuitas acusaciones acerca de la ineficacia de la UE, lo cierto históricamente es que ha sido un éxito espectacular que ha garantizado durante décadas lo que no existió en Europa durante siglos: estabilidad, paz, progreso, justicia. Así lo han señalado y han demostrado con sus acciones recientemente los miles de inmigrantes y refugiados que han optado, contra todos los obstáculos, por acudir al refugio de Europa y la UE. Esos miles están dispuestos a asumir cualquier riesgo y pagar cualquier precio (pecuniario y personal) para ubicarse bajo la protección de uno de los pocos sistemas en el planeta que les pueden garantizar lo que anhelan.
Este detalle lo detectan los terroristas que han identificado por fin el enemigo último de sus acciones. No son los estados, sociedades nacionales, gobiernos, capitales individuales que ya han sido víctimas de su odio, sino un ente que tenazmente reclama reconocimiento. La UE todavía tiene todo el potencial de constituirse en un escudo efectivo no solamente para garantizar la supervivencia de Europa como civilización sino de presentarse como agente efectivo de la eficacia práctica de sublimar los anhelos de los propios ciudadanos. Al mismo tiempo, da la razón a los que desde el exterior tenazmente quieren ubicarse bajo su protección.
Los terroristas han estado ejecutando acciones que hasta ahora han tenido unos objetivos predominantemente nacionales para provocar, hasta ahora con éxito, la reacción nacionalista y autoprotectora de los gobiernos temerosos de perder su pretendida soberanía nacional. El ataque a la emblemática estación de metro, cordón umbilical de las instituciones, es un mensaje cristalino: el enemigo no es el estado. Es la entidad colectiva que todavía puede salvaguardar los logros que desde casi el final de la Segunda Guerra Mundial siguen siendo la admiración del resto del mundo.
Los gobiernos, a través de decisiones apocadas en el propio Consejo de Europa, en diversas ocasiones han respondido temerosamente a los ataques terroristas mediante el recorte de las decisiones colectivas. Por ejemplo, como respuesta equivocada a los ataques de noviembre pasado en París, el gobierno francés desdeñó usar la cláusula de solidaridad del artículo 222 del Tratado de la UE (una especie de artículo 5 de la Organización del Tratado Atlántico Norte), y optó por aplicar el artículo 42, en plano intergubernamental. Francia, como otros gobiernos europeos, decidía reducir la soberanía europea y neutralizaba peligrosamente el acuerdo de libre tránsito de Schengen.
En lugar de reforzar los poderes de las instituciones, se procedía a devolver la soberanía compartida a los estados. Para conseguir la cooperación de los guardianes alternativos de la autoridad europea colectiva, se “compraba” la complicidad de Turquía en constituir una barrera ante la invasión de refugiados, bajo la promesa de una facilidad de ingreso en la propia UE. Se apuntaba que Bruselas no tenía poder. Se daba la razón a los nacionalistas y a los propios terroristas.
El ataque a la estación de metro de Bruselas nos recuerda que el propio terror reconoce que el enemigo es precisamente el ente del que los propios europeos quieren reducir su potencial. Habrá llegado el momento en remontarse a los orígenes y asumir, una vez por todas, que fue el estado nacional el culpable del holocausto representado por las dos guerras europeas que casi destruyeron la civilización del viejo continente. Lo que se necesita no es lo que numerosos gobiernos y sectores de ciudadanos reclaman: menos Europa. Lo que precisamente es perentoriamente necesario es el rescate de la estación de Maelbeek.
En lugar de desmontar Schengen, se requiere un sólido tratado, interno y externo, que garantice la libre circulación de ciudadanos y visitantes. Para reforzar este argumento, se debe fundar una fuerza supranacional que supervise el funcionamiento de las fronteras de una manera colectiva, no sujeta a los caprichos de los estados. Se necesita más Europa, no menos
Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. (jroy@miami.edu).