Al desarrollar el contenido, el periodista –un colega honesto, no lo dudo- profundizaba aún más su adjetivación antisemita. Intenté dejar constancia de mi desasosiego mediante un mensaje en los comentarios. No lo conseguí, pero comprobé después que lo habían hecho otros; decidí que yo no aportaría mucho más y lo dejé. Por desgracia, en una segunda mirada vi que en el subsiguiente debate digital de los lectores se defendía más y más al autor; y lo que es peor, al contenido, porque la mayoría de los intervinientes relativizaba el antisemitismo.
Como otros pueden hacerlo con el odio al musulmán, a los inmigrantes africanos, al homosexual, a la violencia contra las mujeres o con la banalización del desprecio hacia los más pobres. En algunos casos había una mezcla de soberbia y de ignorancia, entre los que se lanzaron a dejar sus réplicas y opiniones en esa publicación que aprecio. Que a estas alturas de la historia pueda suceder algo así en un entorno que considero próximo, es desolador.
Ejemplos y adjetivaciones del odio
En este sentido, desconfío instintivamente de quienes lanzan rápidamente los insultos «nazi» o «fascista», a cualquiera que esté en una posición contraria a ellos o que, sencillamente, se sitúe en posiciones conservadoras. En mis malos sueños, siempre soy una víctima de Beria. Lo mismo podría decir de quienes sueltan velozmente «rojo» (bueno, ahora los de esa clase prefieren «antisistema»). Me dan miedo inmediato. Una vez fui rodeado por una turba en la que «rojo» era el calificativo que más me llegaba, entre zarandeos, golpes y amenazas.
Desde luego, las ideologías inquisitoriales, fundamentalistas, el odio propio del nacionalismo ciego o el estalinismo, el nazismo y el fascismo, no pueden ser combatidos sólo con adjetivos, sino con ideas; y cuando las circunstancias de la historia no dejan otra posibilidad, con el ejercicio de la resistencia.
Estos días, la información nos ha puesto por delante el vigésimo aniversario de la tragedia de Ruanda (Rwanda, para quien lo prefiera). Allí, como en el desarrollo de los holocaustos judío o gitano, por parte de los nazis, la propaganda de los medios de comunicación fue determinante.
El presidente de la Federación Internacional de Periodistas acaba de ofrecerme su reflexión: «Los abominables programas de la infame emisora Radio Télévision des Mille Collines (RTLM) ofreciendo listas de personas para que fueran asesinadas, con indicaciones precisas para los asesinos, no hacen sino desprestigiar al periodismo».
En el caso de las guerras de la ex Yugoslavia, que conocí de cerca, el cuento de hadas al revés pareció empezar con discursos nacionalistas rotundos, indiscutibles; con el informe de la Academia de Belgrado describiendo el «maltrato a los serbios»; con algunos discursos exaltados, ah, Milosevic en el Campo de los Mirlos. Antes con el subtitulado de una película en cirílico en lugar del alfabeto habitual del croata, idioma que utiliza el alfabeto latino como suele suceder en los Balcanes occidentales. Cuando rebrotó aquel odio, parecía -en sus inicios- no tratarse de otra cosa que de episodios pasajeros o detalles nada significativos.
Dos amigos míos, serbia ella, croata él, con una parte de su familia eslovena, estaban de vacaciones (verano de 1990) en la costa dálmata. Me contaron cómo se rieron entonces del «error» al ver la emisión de una película con subtítulos en cirílico, cuando sabían que estaban en Croacia. Ellos vivían en una gran ciudad europea, culta, de gran vida literaria, etcétera, como Belgrado. Parecían a salvo de los «errores», de los estúpidos, de los más exaltados. Los peores parecían torpes patanes y vivían a cientos de kilómetros de la capital federal de la entonces Yugoslavia. Pero la certidumbre del campo del odio resultó ser más fuerte que la suya. Terminaron siendo refugiados en España poco después.
Espejos del odio cercano
Estos días, por razones diversas que tienen que ver con mis actividades en la Federación Europea de Periodistas, tengo una ración diaria de los espejos del odio. Me llega del Este de Europa. Es un eco de la propaganda mediática de ciertos medios de la Federación Rusa, inmersa en las noticias (casi siempre sesgadas)que llegan desde Ucrania y Crimea. Pero también lo percibo, de otro modo, en quienes –en otros países- desean vengarse del pasado.
Algunos de esos están hoy en la Unión Europea. Ciertos colegas parecen obsesionados con borrar su pasado de los tiempos del Pacto de Varsovia, cuando el discurso mediático era allí unidireccional. Esa obsesión suya contiene siempre detalles de discursos del odio.
Desde luego, estoy siempre dispuesto a debatir las razones de la historia de cada cuál, pero el odio empieza en cualquier parte, en cualquier detalle. Sólo tiene que haber terreno abonado, frustración, una mezcla de ignorancia e indiferencia, quizá un caldo de cultivo social, una cierta dosis de manipulación de la historia. Una chispa termina provocando el incendio. Por eso la responsabilidad de los políticos es enorme. La nuestra, la de los periodistas, también.
El odio surge desde la nada
En este sentido, la iniciativa de la Federación Internacional de Periodistas de convocar una conferencia internacional sobre el papel de los medios en los conflictos armados y en los discursos del odio, me parece muy oportuna. Organizado por la propia FIP y por la UNESCO, ese debate tendrá lugar en Bruselas el próximo el próximo 25 de abril.
Se discutirán las lecciones que deben extraerse de la influencia que tuvieron los medios de comunicación en Ruanda durante el genocidio tutsi de 1994. También otras violencias terribles que allí se vivieron, que se siguen viviendo en la misma África Central como efecto subsiguiente; en fin, sobre otros conflictos en los que los medios de comunicación atizaron el odio y la violencia.
«Desde entonces hemos sido testigos de otros conflictos en los que los medios convirtieron a comunidades y grupos humanos pacíficos en voceros y animadores de la violencia», ha añadido Boumelha. ¿De dónde surgen esos odios que transmiten los medios? ¿Por qué las redes sociales y los medios digitales más recientes contribuyen –en tantos casos- a aumentar los contenidos del odio?
«En la era digital, otro tema apremiante es la capacidad de todos y cada uno de nosotros para crear desde la nada, en línea, digitalmente, a menudo de manera anónima, contenidos que impulsan el odio», ha añadido Boumelha.
Es un problema fundamental del mundo actual, de las nuevas tecnologías de la información, en constante mutación acelerada. Entre nuestros retos profesionales, como periodistas, debemos estar atentos a las disyuntivas que pueden generar caminos hacia el fomento de los discursos del odio.
Podemos militar en el activismo ciudadano, contra las injusticias de los distintos poderes, que abundan, sí; pero hay que tener cuidado con nuestros propios adjetivos. Y con nuestros propios prejuicios: ojo al calorcillo que fomentan en nuestra psicología personal. Son como una mecedora que nos tranquiliza frente a los que no piensan como nosotros.
El odio surge inconscientemente. Y lo que brota de sus semillas dispersas puede acabar infiltrándose en los adjetivos que utilizamos los periodistas. Termina rodeándonos sin que nos demos cuenta.