Un importante grupo de mujeres europeas con poder político se ha reunido el pasado fin de semana en Cádiz para analizar la situación de la mujer en puestos de poder económico, político y social.
Han hecho un llamamiento a los Gobiernos de los 27 estados miembros de la UE, y a todas sus instituciones, sociales, académicas y económicas, para que «... remuevan los obstáculos que impiden la plena participación de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad y su acceso y permanencia en los puestos de toma de decisiones, contribuyendo así a sociedades más justas, más iguales, más inclusivas y eficientes».
Pero, en realidad, ¿Se ha impedido alguna vez a las mujeres trabajar? No. Las mujeres han, hemos, trabajado siempre y duramente. Así pues, ¿Qué es lo que se reclama realmente cuando se habla de potenciar la presencia de la mujer en puestos relevantes? Se reclama el poder, el poder que históricamente han detentado mayoritariamente los hombres y al que las mujeres quieren acceder bajo el paraguas de las políticas de igualdad y protección de la mujer.
Pero, ¿Se puede reclamar igualdad y al mismo tiempo medidas de protección especial? Pongamos por caso la ley española contra la violencia machista. ¿Es sostenible (palabra de moda donde las haya) que atentar contra la vida de la mujer es más grave que contra la de un hombre? ¿Qué bien jurídico se intenta proteger con la ley? La Vida, en mayúsculas, o la vida de un segmento de la sociedad al que se considera más desvalido frente a la violencia. Es que los hombres, por el mero hecho de serlo, gozan de algún poder mágico que les hace menos vulnerables ante la violencia. ¿No mueren igual si son atacados? ¿Es admisible que ante el mismo delito, el asesinato de ambos progenitores por parte de un joven, se castigue de forma distinta la muerte de la madre que la del padre, que queda así totalmente devaluado como ciudadano frente a la ley?
Se suele argumentar a favor de la existencia y persistencia de una discriminación contra la mujer la menor retribución de estas ante un trabajo idéntico al de sus colegas masculinos. No dudo que los datos que avalan esta afirmación son ciertos, pero entonces ¿De qué sirven los sindicatos? ¿Y la ley que obliga a que a igual trabajo igual salario? Si una ley vigente no es aplicada ¿Qué hace suponer que otra si lo será? Un cúmulo de normas y medidas no servirá de nada si los organismos destinados (y pagados) a imponer su aplicación se muestran inoperantes.
Al hablar de feminismo, se oye decir con alguna frecuencia que fuimos engañadas, timadas, con el señuelo de la liberación de la mujer. Que, en realidad, lo único que se hizo fue echar sobre nuestros hombros más cargas de las que tradicionalmente veníamos soportando. Al cuidado de la casa y los hijos añadimos la responsabilidad de mantener una trayectoria profesional exitosa. Y todo ello, sin que nadie nos librase de nuestras cargas anteriores.
Es cierto, no nos liberamos, solo añadimos un fardo más a nuestro peso. Pero esto, ¿Es una sorpresa? ¿Alguien creyó de verdad que con nuestra incorporación al mundo profesional (insisto, en el del trabajo siempre hemos estado) olvidaríamos lo que la naturaleza ha incorporado indeleblemente a nuestro ser? Las mujeres parimos y, a no ser que finalmente las probetas consigan sustituirnos, la continuidad de la especie seguirá estando a nuestro cargo y esto, ahora, antes y siempre, nos obliga a optar.
Y esto es lo que nadie nos advirtió. Que nuestra «liberación» pasaría por la toma constante de decisiones. Decisiones que nos obligan constantemente a optar y optar significa, siempre, dejar de lado alguna de las opciones.
Y las mujeres optan. En España, según datos del Ministerio de Administraciones Públicas, 118.530 mujeres han optado por ponerse al abrigo de las incertidumbres del mercado laboral incorporándose a la Administración Pública. Sólo 114.079 varones han realizado la misma opción. Además, el 53 % de estas mujeres pertenecen al grupo de funcionarios de carrera frente al 47% de hombres. Sin embargo, si observamos el porcentaje entre los altos cargos y los cargos de designación directa la proporción cambia totalmente. ¿Porqué? ¿Desconfianza hacia sus capacidades? ¿Menor tiempo en el desarrollo de esa carrera que les haya permitido llegar a la cúpula? ¿Menor número de mujeres dispuestas a dedicar el número de horas que un cargo de mayor responsabilidad requiere? Obstáculos legales no existen, por lo tanto seguramente haya que achacar a alguno, o a todos estos factores en conjunto, el menor número de mujeres en cargos de visibilidad pública.
¿Y en el sector privado? La Ley de Igualdad, aprobada el 15 de marzo de 2007, impone a las grandes empresas incluir un 40% de mujeres en sus Consejos de Administración. Una cifra que, a pesar del fuerte incremento experimentado, está lejos de alcanzarse. Según datos del informe elaborado por Add Talentia, el año 2009 tan solo seis nuevas mujeres se incorporaron a este reducido grupo, alcanzando la cifra de 50, de entre los alrededor de 500 consejeros de las empresas del IBEX. Es innegable que también en esto la crisis ha ralentizado un proceso que había experimentado un fuerte crecimiento a raíz de la promulgación de la ley.
Un aspecto interesante de esta evolución lo señala Celia de Anca, Directora del Centro de Gestión de Diversidad del IE Business School, «En el caso español, como en el noruego, el número de consejeras independientes ha aumentado pero el de ejecutivas ha disminuido. Hay veces en que una legislación hace que los números suban rápidamente; pero, a largo plazo hacen falta medidas que, en la empresa, hagan fluir a las mujeres a la alta dirección y de ahí al Consejo».
Efectivamente, si la mayor presencia femenina en determinados niveles de dirección obedece únicamente al cumplimiento de la normativa legal, esta presencia será siempre cuestionada y analizada, no en función del valor real que aporte a la empresa o institución de que se trate, sino como una cortapisa para que otros, que aspiran también y legítimamente a su cuota de poder, puedan alcanzarlo y seguiremos teniendo que esforzarnos el doble, ser doblemente mejores, encajar el doble de críticas.
En ningún país de la UE existe norma alguna que impida que una mujer, si lo desea, alcance cualquier meta profesional que se proponga. Por otra parte, ¿podemos seguir reclamando al mismo tiempo igualdad y medidas discriminatorias? ¿Podemos seguir afirmando nuestra igualdad intelectual, profesional y social, mientras reclamamos seguir tuteladas como menores? ¿Debemos obligar a las mujeres que optan, también legítimamente, por una vida doméstica a seguir nuestros dictados y ocupar un puesto en la vida económica que no desean?
No nos engañemos. Las mujeres de nuestro mundo tenemos en nuestras manos las armas para llegar donde queramos en nuestra vida profesional. Solo tenemos que estar dispuestas a emplearlas. Esta es la verdadera igualdad. Somos distintas como seres humanos pero iguales como ciudadanas, y esto nos convierte en unas privilegiadas si recordamos que una gran parte de las mujeres que viven actualmente en el mismo planeta que nosotras ni siquiera existen como seres humanos para sus conciudadanos. Esta es la verdadera tragedia. Los Consejos de administración pueden esperar.