La situación fue evidente al visitar la clínica de una gran cárcel de mujeres en el sur de Filipinas y observar a una mujer flaca enrollada e inmóvil en un estrecho banco de madera. Movía las manos sobre su tenso y abultado abdomen con los ojos apretados.
La enfermera explicó que era una adicta detenida por posesión de droga, con un embarazo avanzado y cuyo bebé había muerto pocos días antes en un hospital estatal a consecuencia del abuso de drogas y después de un parto complicado. Las condenas por posesión de drogas crean condiciones de hacinamiento lamentables en las cárceles de ese país.
Con la escasez de personal, de medicamentos y de camas en la cárcel, el mejor tratamiento para el duelo, para el dolor de estar separada de su familia y para los posibles años de espera de un juicio son paracetamol, palabras agradables y un banco. Esa mujer vivirá en un purgatorio particular y específico a su condición de género.
Conversando con presas y personal médico en cinco países, el equipo de investigación de Dignity encontró respuestas perjudiciales y trabas a la atención médica por tratarse de mujeres privadas de libertad.
Eso incluye a mujeres presas en Jordania recuperándose de brutales actos de violencia de género (como crímenes de honor y violación) sin recibir un tratamiento adecuado ni rehabilitación, otras preparándose para, o recuperándose de, un parto en habitaciones sucias con cantidades de agua, jabón y raciones por debajo de un estándar mínimo, y otras más, aisladas y castigadas por tratar de lastimarse o suicidarse.
«Una muchacha utilizó el filo de una concha marina para cortarse las muñecas», relató una presa en Filipinas. «La regañaron diciéndole '¡si quieres morir, adelante, hazlo ahora!'», añadió.
Los estándares internacionales, como las Reglas de Bangkok, reconocen que como las mujeres afrontan ciertos factores de riesgo y antecedentes particulares, necesitan una atención médica específica con perspectiva de género.
Más mujeres que hombres sufren ciertas enfermedades, como VIH/sida, hepatitis y otras como cáncer. Tienen distintas necesidades en materia de salud sexual y reproductiva, como las relacionadas al parto, el aborto y la menopausia. Y también son más susceptibles a particulares problemas psicológicos . Numerosos estudios revelan que el daño autoinfligido en prisión es 10 veces mayor entre mujeres que hombres, y el suicidio también es proporcionalmente más elevado y la lista sigue.
Las mujeres, en especial las que están en conflicto con la ley, también tienen más probabilidades de haber sido víctimas de violencia de género y de abuso sexual sostenido. Sin embargo, las cárceles tienen cada vez más presas y rara vez están preparadas para responder a esas formas de traum
«Casi todas las mujeres aquí son madres y muchas tienen antecedentes de malos tratos y de abuso», relató una trabajadora de la salud de una cárcel, mientras señalaba un patio con unas 30 reclusas. «Puedo echar una mirada y contar más de 10 mujeres que fueron violadas. Algunas fueron obligadas por sus familias a prostituirse. Luego, llega el abuso de drogas y se forma un círculo vicioso», añadió.
A eso se suman otros factores culturales que impiden una adecuada atención médica.
Por ejemplo, en Jordania, Zambia y Filipinas, algunas presas relataron que solían evitar informar de infecciones urinarias o de problemas de salud sexual y reproductiva al personal médico masculino. Y, sin embargo, muchas cárceles no emplean a médicas, lo que les crea condiciones debilitantes.
Las conclusiones de la investigación de Dignity subrayan la urgente necesidad de que las cárceles y los centros de detención cuenten con un marco de salud con perspectiva de género y sensible a los traumas y que atiendan las necesidades específicas de las mujeres y capaciten al personal.
En ciertos lugares encontramos algunas iniciativas en esa dirección. Pero no todas las respuestas sanitarias con perspectiva de género son médicas. El modelo tradicional de cárcel, pensado como una dura respuesta penal contra hombres violentos, sigue siendo la base de muchas instituciones, aun cuando son para grupos no violentos ni varones.
En muchos centros donde las mujeres se refirieron a las duras estructuras disciplinarias, relaciones negativas entre las presas y el personal y su separación de relaciones positivas, solían registrar baja moral, formas de depresión y otros signos de problemas importantes como autolesiones o huelgas de hambre.
La situación es notablemente diferente en algunas instituciones, como una en Albania, que vinculaba a las mujeres con la comunidad, en especial con niños y niñas y les daba herramientas para hacer frente a ese contexto, aprender, comunicarse y prepararse para el futuro.
El ejercicio se considera un elemento importante para la salud y un buen estado de ánimo, además de ser un derecho contemplado por la legislación internacional, como las Reglas de Mandela. Sin embargo, solo en uno de los cinco países estudiados, Filipinas, se alentaba y se permitía a las presas realizar actividad física todos los días. En otros, las instalaciones deportivas solo eran comunes en cárceles para varones.
Muchas de las conclusiones de este estudio coinciden con las observadas en 2013 por el relator de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la Violencia contra las Mujeres sobre la detención de mujeres y evidencian ejemplos claros y dañinos de discriminación.
Al revisar asuntos planteados por informes de tratados de la ONU encontramos que la salud de las mujeres está en el debe; los expertos del foro mundial no le prestan la atención necesaria. Los derechos humanos de las mujeres privadas de libertad contemplan una situación mejor, que debe promoverse a escala nacional e internacional.
Como dijo el escritor ruso Fiódor Dostoyevsk, la sociedad debe ser juzgada por la forma en que trata a sus presos. O como dijo una madre, sobreviviente de violencia doméstica y recluida en una cárcel de Zambia: «Si cometes un delito, debes aceptar ciertas cosas. Pero no merezco experimentar algunas de estas. Llegué sana a la prisión. No pretendo salir enferma»