Hoy en día, con mayor frecuencia, tales tratos se denominan «asociaciones»; por ejemplo, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Sin embargo, dichos acuerdos no son asociaciones entre iguales: EE.UU. es quien, de manera patente, dicta los términos. Afortunadamente, los «socios» de Estados Unidos se resisten cada vez más.
No es difícil ver por qué. Estos acuerdos van mucho más allá del comercio, ya que también rigen sobre la inversión y la propiedad intelectual, imponiendo cambios fundamentales a los marcos legales, judiciales y regulatorios de los países, sin que se reciban aportes o se asuman responsabilidades a través de las instituciones democráticas.
Tal vez la parte más odiosa – y más deshonesta – de esos acuerdos sea la concerniente a las disposiciones de protección a los inversores. Por supuesto, los inversores tienen que ser protegidos contra los gobiernos defraudadores que incautan sus bienes. Sin embargo, dichas disposiciones no se refieren a ese punto. Se han realizado muy pocas expropiaciones en las últimas décadas, y los inversores que quieren protegerse pueden comprar un seguro del Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones, una filial del Banco Mundial; además, el gobierno estadounidense y otros gobiernos proporcionan seguros similares. No obstante, EE.UU. pide que se incluyan tales disposiciones en el TPP, a pesar de que muchos de sus «socios» tienen sistemas de protección de la propiedad y sistemas judiciales que son tan buenos como los propios estadounidenses.
La verdadera intención de estas disposiciones es impedir la salud, el cuidado del medio ambiente, la seguridad, y, ciertamente, incluso tienen la intención de impedir que actúen las regulaciones financieras que deberían proteger a la propia economía y a los propios ciudadanos de Estados Unidos. Las empresas pueden demandar en los tribunales a los gobiernos, pidiéndoles compensación plena por cualquier reducción de sus ganancias futuras esperadas, que sobreviniesen a consecuencia de cambios regulatorios.
Esto no es sólo una posibilidad teórica. Philip Morris ha demandado judicialmente a Australia y Uruguay por exigir etiquetas de advertencia en los cigarrillos. Es cierto, que ambos países han ido un poco más allá en comparación con EE.UU., ya que obligaron a los fabricantes de cigarrillos a incluir imágenes gráficas que muestran las consecuencias del consumo de cigarrillos.
El etiquetado está logrando su cometido, ya que es desalentador para los fumadores y disminuye el consumo de cigarrillos. Así que ahora Philip Morris exige indemnizaciones por la pérdida de ganancias.
En el futuro, si descubrimos que algún otro producto causa problemas de salud (por ejemplo, pensemos en el asbesto), los fabricantes en lugar de hacer frente a demandas judiciales por los costes que nos impone a nosotros las personas comunes, podrían demandar a los gobiernos porque dichos gobiernos estuviesen tratando de evitar que se mate a más personas. Lo mismo podría suceder si nuestros gobiernos imponen regulaciones más estrictas para protegernos de los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando presidí el Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton, los grupos anti-ambientalistas intentaron promulgar una disposición similar, denominada «expropiaciones regulatorias». Ellos sabían que una vez promulgada, las regulaciones se frenarían, simplemente porque el gobierno no podía permitirse el lujo de pagar las compensaciones. Afortunadamente, tuvimos éxito y ganamos la batalla: hicimos que esta iniciativa retrocediese, tanto en los tribunales judiciales como en el Congreso de Estados Unidos.
No obstante, ahora los mismos grupos están intentando realizar una triquiñuela para pasar por alto los procesos democráticos mediante la inserción de tales disposiciones en las facturas comerciales, ya que el contenido de las mismas se mantiene, en gran medida, en secreto para el público (pero no para las corporaciones que están presionando para conseguir dichas inserciones). Es sólo a consecuencia de fugas de información, y mediante charlas con los funcionarios del gobierno que parecen estar más comprometidos con los procesos democráticos que podemos conocer lo que está pasando.
Es fundamental que el sistema de gobierno de Estados Unidos cuente con un poder judicial imparcial y público, con normas legales construidas a lo largo de décadas, que se basen en principios de transparencia, precedentes y en las oportunidades que otorgan a los litigantes para que apelen las decisiones desfavorables. Todo esto está siendo dejado de lado, ya que los nuevos acuerdos exigen que las partes se sometan al arbitraje, que es un proceso privado, no-transparente, y muy caro. Es más, esta forma de administración de justicia está a menudo plagada de conflictos de intereses; por ejemplo, los árbitros pueden ser «jueces» en un caso y defensores en un caso relacionado.
Los procesos judiciales son tan caros que Uruguay ha tenido que recurrir a Michael Bloomberg y a otros estadounidenses ricos, comprometidos con la salud, para poder defenderse en el juicio planteado por Philip Morris en su contra. Y, si bien las corporaciones pueden demandar, otros no pueden. Si hay una violación de otros compromisos – en lo referido a las normas laborales y ambientales, por ejemplo – los ciudadanos, sindicatos y grupos de la sociedad civil no tienen recursos legales mediante los cuales puedan personarse para plantear juicios.
Si alguna vez en la historia hubo un mecanismo de solución de controversias que sólo toma en cuenta a una de las partes y que viola los principios básicos, este es dicho mecanismo. Es por esto que me he unido a expertos en asuntos legales en EE.UU., incluyéndose entre ellos a profesionales de las Universidades de Harvard, Yale y Berkeley, en el envío de una carta al presidente Barack Obama explicándole cuán perjudiciales son estos acuerdos para nuestro sistema de justicia.
Los partidarios estadounidenses de tales acuerdos señalan que EE.UU. han sido demandado solamente un par de veces hasta ahora, y no han perdido un solo caso. Las corporaciones, sin embargo, apenas están empezando a aprender cómo utilizar estos acuerdos para su beneficio.
Y los abogados corporativos caros en EE.UU., Europa y Japón probablemente superen a los deficientemente remunerados abogados de los gobiernos, quienes intentan defender el interés público. Peor aún, las corporaciones de los países avanzados pueden crear filiales en los países miembros a través de las cuales invierten nuevamente el dinero en sus países de origen y posteriormente plantean demandas judiciales, lo que les brinda un nuevo canal para bloquear las regulaciones.
En caso de que hubiera una necesidad de mejorar la protección de la propiedad, y en caso de que este mecanismo privado y caro para la resolución de controversias fuese superior a un poder judicial público, deberíamos cambiar la ley no sólo para las adineradas empresas extranjeras, sino también para nuestros propios ciudadanos y pequeñas empresas. Pero nada indica que este sea el caso.
Las reglas y regulaciones determinan en qué tipo de economía y sociedad viven las personas. Dichas reglas y regulaciones afectan al poder de negociación relativo, con importantes implicaciones para la desigualdad, que es un problema creciente en todo el mundo. La pregunta es si debemos permitir que las corporaciones ricas usen disposiciones ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo vamos a vivir en el siglo XXI. Espero que los ciudadanos en EE.UU., Europa, y el Pacífico respondan con un rotundo no.