Por Carmen Claudín y Nicolás de Pedro, investigadores CIDOB
Putin parece haber perdido el control de los tiempos en la crisis del Donbás. El reloj corre ahora en su contra. A medida que pasan los días, aumenta la certeza sobre la responsabilidad del Kremlin en el derribo del Boeing 777 de Malaysia Airlines o, como mínimo, su falta de cooperación a la hora de presionar a los rebeldes prorrusos -amos del terreno- para que faciliten una inspección independiente en lugar de poner trabas y adulterar los indicios en la zona de la catástrofe. Con ello, crece el cuestionamiento internacional de Rusia.
Cuanto más se alargue la actual fase del conflicto, las posibilidades para el Kremlin de alcanzar sus objetivos en Ucrania serán menores. Pero eso no implica necesariamente un cese rápido de la confrontación armada. A menos que Moscú retire totalmente su apoyo a los rebeldes, el escenario más probable, de hecho, es un rápido agravamiento de la situación sobre el terreno.
El conflicto en Donetsk y Luhansk, en efecto, no se puede entender sin la intervención de Moscú. El grado de control efectivo que ejerce el Kremlin sobre la insurgencia prorrusa es discutible, pero no su dependencia del suministro y del apoyo de Rusia. Está demostrado que los principales líderes de la insurgencia en el Donbás son ciudadanos rusos estrechamente vinculados con los servicios de inteligencia rusos. No por casualidad la rebelión ha podido sostenerse únicamente en las áreas limítrofes con Rusia, razón por la cual el control de la frontera es uno de los principales quebraderos de cabeza del Gobierno ucraniano. Los más de 100 kilómetros de territorio fronterizo sobre los que Kíev no ejerce ningún control actualmente son, muy probablemente, la vía por la que se suministró el sistema antiaéreo BUK con el que se derribó el vuelo comercial de Malaysia Airlines con 298 personas abordo.
Las expectativas de una rápida pacificación del Donbás –el área exacta del este de Ucrania donde se localiza el conflicto armado– a resultas del derribo del vuelo MH17 se basan en la idea de que la presión internacional sobre Putin le llevará a retirar su apoyo a la insurgencia, lo que facilitará un acuerdo negociado. Un planteamiento razonable, pero poco probable. Putin no actuará impelido sólo por la presión occidental y, a pesar de la anexión de Crimea, cuenta con el balón de oxígeno que le dan los BRICS y, muy particularmente, China.
La crítica externa, además, no va acompañada de una presión interna ya que la mayoría de la sociedad rusa –gracias a unos medios de comunicación bajo férreo control del poder– comparte la narrativa del Kremlin sobre la crisis de Ucrania, incluyendo lo relativo al vuelo de Malaysia Airlines. Como es sabido, el conflicto ucraniano no está erosionando la popularidad de Putin, sino todo lo contrario. Por otra parte, la reacción internacional no ha sido unánime y persisten las divisiones europeas en su relación con Rusia, uno de los grandes activos en la estrategia de Moscú.
Kíev lleva semanas ganando terreno y parece dispuesta ahora a aprovechar el momento para asestar un golpe definitivo y rápido a las fuerzas insurgentes prorrusas. Un rápido agravamiento del conflicto es, por ello, el escenario más probable. Frente a unos insurgentes sin respaldo de Rusia, Kíev, quizás, pueda imponerse con cierta rapidez pero a costa de un inaceptable sufrimiento de la población civil atrapada en el conflicto. Recuperar el Donbás no es sólo un asunto militar, es también una cuestión política. Y Kíev, a diferencia de Moscú, debe pensar en el día después de la paz.
El contexto, por tanto, es poco propicio para un rápido acuerdo de paz a menos que se acepte, en parte, el principal objetivo de Moscú que no es, como insiste la narrativa del Kremlin, la «situación de las minorías rusohablantes» sino el control estratégico de Ucrania y sus relaciones exteriores. Pero la situación no es fácil para Putin y su gestión transmite cierto grado de improvisación. Además, su estrategia en el sur y este de Ucrania -el intento de crear una supuesta Novorossiya (Nueva Rusia)- ha fracasado. No se ha producido ningún levantamiento popular masivo reclamando la intervención protectora de Rusia. Tampoco se ha dado una participación amplia y activa de la población local en la lucha de los insurgentes, hasta el punto de que el Kremlin ha tenido que o bien organizar o bien permitir el envío desde territorio ruso de armamento y combatientes experimentados. El suministro de un sistema antiaéreo sofisticado como el BUK con el fin de contrarrestar a las fuerzas ucranianas también en el espacio aéreo permite inferir que el Kremlin buscaba, al menos, un enquistamiento del conflicto como instrumento de presión permanente sobre Kíev. El derribo, con toda seguridad por error, del vuelo MH17 por parte de los insurgentes, ha cambiado por completo el escenario.
Es poco probable sin embargo que, pasado el desconcierto, el Kremlin abandone por completo a la insurgencia prorrusa y la incertidumbre sobre hasta dónde está dispuesto a llegar Putin seguirá atenazando a los europeos. Por ahora el apoyo más inequívoco que recibe Putin proviene de su opinión pública, en particular de los nacionalistas rusos que viven su momento de gloria y reclaman una intervención directa y más enérgica de Rusia en Ucrania. El presidente ruso puede acabar siendo más cautivo que dueño de la exaltación neoimperial instigada por el Kremlin desde la ocupación de Crimea.
Putin tiene un interés máximo por su propia imagen y por la de Rusia en el mundo. Convertirse en un paria no entra en sus planes. Sin embargo, en la balanza de pérdidas y ganancias, el reconocimiento tan siquiera parcial y limitado de la responsabilidad de Rusia implicaría reconocer también que la situación se le ha escapado de las manos. Algo que es difícilmente asumible para la imagen de líder fuerte que lleva años construyendo tanto para consumo interno como externo.
Carmen Claudín es investigadora sénior asociada, CIDOB
Nicolás de Pedro es investigador principal, CIDOB