Los gobiernos aprobaron el documento de 29 páginas, resultado de casi dos años de negociaciones transparentes y relativamente democráticas, pero en las últimas 48 horas la historia fue muy diferente, hubo un giro abrupto de consultas a puertas cerradas y regateos de último minuto.
La Agenda 2030 es sin duda el cronograma de desarrollo más ambicioso y vasto que se haya puesto en marcha. Se extenderá por 15 años (2015-2030) y se implementará en todos los niveles, desde lo global y multilateral (como el Banco Mundial), pasando por lo regional (como fondos y comisiones regionales) hasta los nacional nacional (agencias de desarrollo y gobiernos).
El eje del documento son los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que incluyen 169 metas vinculadas a logros económicos, sociales y ambientales, que van desde desigualdad y pobreza, pasando por cambio climático, infraestructura, energía e industrialización, hasta consumo, producción, salud, educación, ecosistema, biodiversidad y océanos.
Estos ODS serán el primer paradigma de desarrollo global caracterizado por la universalidad, es decir que todos los países tomarán medidas hacia el desarrollo sostenible, incluso los más ricos y poderosos.
Ese aspecto diferencia a los ODS de los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio, que debían cumplirse entre 2000 y 2015 y que se basó en un modelo explícitamente donante-beneficiario respecto de la ayuda de los países más ricos a los más pobres.
Para los gobiernos de los 193 países miembro de la ONU llegar a un acuerdo sobre esta agenda ha sido una asombrosa hazaña de conflictos y compromisos. Pero en el primer fin de semana de agosto, en las horas finales de las negociaciones, que habían sido abiertas y documentadas cayeron en un silencio de radio tras bambalinas, pues al parecer Estados Unidos dio un ultimátum sin el cual se negaba a adoptar el documento.
Estados Unidos quería reemplazar la palabra «garantizar» por «promover» en dos objetivos que trataban de asegurarse que los beneficios y las patentes derivadas de la biodiversidad natural se compartieran de forma justa con los países y las comunidades de las cuales se extraen.
El acuerdo legal sobre biodiversidad establece claramente «garantizar». Al colocar la palabra más débil «promover», Estados Unidos trata de diluir un lenguaje legal que costó ganar en una nebulosa, en el mejor de los casos, o de difícil aplicación, en el peor.
La enmienda básicamente permite que países ricos y poderosos, cuyas corporaciones e instituciones de investigación extraen la gran mayoría de los recursos biodiversos del mundo, queden eximidos de sus responsabilidades respecto a compartir de forma igualitaria las recompensas y los beneficios derivados de esos recursos.
Las naciones en desarrollo estaban furiosas, pues la mayoría de la extracción ocurre en sus territorios, en especial, de sus semillas, plantas, bosques y tierras en las que habitan la mayoría de los pueblos indígenas del mundo. El grupo negociador conformado por 134 países había reiterado que los objetivos globales no serían sometidos a más negociaciones de último minuto.
El hecho de que se haya violado de forma flagrante esa firme posición con la fórmula de «tómalo o déjalo» inundó la conferencia de la ONU con una desconfianza y tensión palpable. La gente entraba y salía de las salas enojada y susurrándose cosas al oído, al tiempo que trabajaban día y noche para lograr un consenso a como diera lugar.
Asimismo se socavó la redacción en materia de deuda, al parecer esta vez a instancias de la Unión Europea.
Hasta la mañana del domingo 1, el documento decía: «Reconocemos la necesidad de asistir a las naciones en desarrollo (...) mediante la financiación de la deuda, el alivio a la deuda, una sólida gestión y reestructuración de la deuda, según proceda».
El texto reconocía los sólidos argumentos económicos en materia de desarrollo planteados por numerosos economistas y países en desarrollo respecto de la necesidad urgente de atender la deuda externa si se quiere lograr cualquiera de los objetivos de desarrollo.
Pero al final de la tarde, se introdujo: «Mantener los niveles sostenibles de deuda es la responsabilidad de los países prestatarios».
Es un claro retroceso respecto de la noción de responsabilidad compartida entre acreedores y prestatarios en anteriores documentos de la ONU, como Monterrey, en 2002, y Doha, en 2008.
Aparte del cortafuegos Norte-Sur, los países africanos y árabes pidieron que se borrara un párrafo crítico que reconoce los derechos humanos como uno de los principales fines del desarrollo sostenible y un compromiso con la no discriminación de todos.
El párrafo se salvó a última hora, pero el término esencial «discriminación» se eliminó y la palabra «cumplir» se degradó a «promover».
Los diplomáticos africanos y árabes se opusieron al reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBT (lelsbianas, gay, bisexuales y trans) y objetaron la inclusión de «todos los grupos sociales y económicos».
Por su parte, los países latinoamericanos, la Unión Europea y Estados Unidos se opusieron firmemente a la ofensa de los derechos civiles y humanos.
El viraje de última hora, desde la apertura hasta la opacidad, refleja la crisis del multilateralismo en su principal locus, la ONU.
Después de todo, se supone que el foro mundial es la institución más democrática y universal que existe hasta la fecha, donde cada nación tiene voto, a diferencia del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, dominados por los países más ricos.
Las consultas bilaterales privadas del fin de semana del 1 y 2 de este mes fueron, según muchos observadores independientes, una crisis manufacturada que abrió la puerta a un texto que pone en peligro el derecho y el desarrollo global.
El problema es que los acuerdos tras bambalinas y las campañas de presión tienen consecuencias inquietantes para la legitimidad y la equidad de las negociaciones internacionales, por no mencionar la voluntad política de los gobiernos de tomarse en serio los objetivos de desarrollo sostenible.
La nueva agenda de desarrollo global tiene un fuerte potencial de lograr una mella ambiciosa y universal en el progreso, que se necesita con urgencia en nuestras economías, sociedades y ambientes.
Al mismo tiempo, el proceso también es importante. Lo ocurrido el primer fin de semana de agosto requiere un momento de reflexión sobre la realidad de los intereses creados y del poder profundamente desigual entre los gobiernos que negocian.