No va a un lugar extraño: en realidad regresa a casa. Más que México (al que Estados Unidos arrebató la mitad de su territorio) y Puerto Rico (la propina de la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, junto a Filipinas), Cuba es la tierra latinoamericana más naturalmente «americana-yanqui».
Nada hay más palpable para confirmar esta tesis que ver la facilidad pasmosa con que cualquier recién llegado de Cuba a Miami se adapta al ambiente.
A estas alturas, cabe preguntarse por qué se ha tardado tanto en «normalizar» lo que debiera haber sido una relación estrechísima entre el imperio y una modesta isla a unos 150 kilómetros de la costa estadounidense de Cayo Hueso.
«Más se perdió en Cuba», han exclamado varias generaciones de españoles para relativizar una desgracia familiar. ¿Qué perdió Estados Unidos en Cuba para haber mantenido ese largo embargo, cuyo objetivo se ha reconocido al final como un fracaso?
Más que unas cuantiosas propiedades, muchas de las cuales eran en realidad de los españoles o sus inmediatos descendientes, Washington perdió la prepotencia de su superioridad hegemónica tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
La conversión de Cuba en un estado marxista-leninista, aliado con el archienemigo de Estados Unidos, la ahora extinta Unión Soviética, y la destrucción total del sistema capitalista, más el exilio de una capa de la sociedad notable. Fue una bofetada de tal magnitud que ningún presidente estadounidense estaba dispuesto a perdonar y pasar a la historia por ser el primero que había claudicado ante Castro.
Así se explica la inercia del mantenimiento del embargo, que pieza a pieza se ha ido minimizando en el terreno económico.
Pero la explicación incluye en primer lugar la sin par labor de Fidel Castro, dueño y señor de la situación. Su liderazgo en la historia recordará (aunque quizá no se le absuelva, como prometió en su momento) que no ha tenido parangón desde el libertador Simón Bolívar y su entendimiento extremo del significado de Estados Unidos en la evolución histórica de América Latina y su innata identidad.
En contraste con la visión de otros dirigentes equivocados, Castro entendió que Estados Unidos era parte intrínseca de la personalidad latinoamericana, y de Cuba especialmente. Estados Unidos era lo que América Latina quería haber sido y no pudo.
De ahí que se empeñó en la conversión de ese país en un enemigo, labor en la que la lamentable política de Washington le ayudó. Pero conservó la noción de que en realidad los cubanos no odiaban a Estados Unidos sino solamente a los ocupantes temporales de la Casa Blanca y las odiadas instituciones de seguridad.
Castro sabía perfectamente que al mismo tiempo que Cuba se fue convirtiendo defectuosamente en una nación tras la independencia hipotecada por la Enmienda Platt (otro error de Washington, de 1901), y se fue reforzando insólitamente en más española por la inmigración procedente de la derrotada metrópolis (un caso único en la historia moderna), se fue «americanizando» inexorablemente.
El nuevo imperio reforzó su error mediante al apoyo o la tolerancia de los dictadores y gobernantes cubanos corruptos de los años 30 y 40 del siglo XX, detalles que Castro explotó maquiavélicamente para tratar de demostrar la ajenidad del país norteño.
De ahí que al mantenimiento del embargo, Castro respondió con acciones que no hacían más que provocar la consecuente reacción de Washington. Cuando se atravesaban fases de cierta calma (como en las administraciones de los demócratas Jimmy Carter y Bill Clinton) enviaba tropas a África o derribaba las avionetas de Hermanos al Rescate y lograba así la aprobación de la Ley Helms-Burton, que codificaba el embargo.
Además, conseguía la alianza de la Unión Europea por la aprobación de leyes de alcance extraterritorial y así invitaba al surgimiento de la Posición Común de Bruselas, una especie curiosa de «embargo» a la europea.
¿Por qué este andamiaje ahora parece que se viene abajo? Porque las justificaciones del pasado no tienen los argumentos del pragmatismo necesario para enfrentarse a los retos del presente para Estados Unidos en el patio trasero, que necesita estabilizarse para enfrentarse a otros problemas más urgentes en el resto del planeta.
La otra razón es porque Raúl Castro, quien gobierna Cuba desde 2008, no es como su hermano y se ha agarrado al retorno de Estados Unidos a casa como a un clavo ardiendo.
Pero hay obstáculos en el camino.
Las condiciones políticas de una normalización insertadas en la Helms-Burton son impotentes (desaparición de los Castro, partidos políticos, libertad de expresión, eliminación de Radio/TV Martí y otros). La erosión mediante la liberación progresiva (como en el terreno económico) no va a ser suficiente y va a ser necesario que el propio Congreso legislativo estadounidense derogue la legislación sobre el embargo en bloque.
Y no va ser fácil. Esta vez Raúl no va a cometer un error fatal.