La muerte del embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens, se ha producido en medio de una nueva amenaza del fundamentalismo islámico que ha sacudido a ese país en las últimas semanas. Todos los países occidentales se han puesto en alerta. Estados Unidos ha enviado dos buques de guerra a las costas de Libia y ha reforzado la seguridad en otras embajadas tras el ataque esta mañana a sus legaciones diplomáticas en Yemen y Egipto. La UE ha pedido al gobierno libio protección para los extranjeros.
Desde hace un tiempo los consulados y otros centros de interés extranjeros de Bengasi han sufrido varios ataques cuyos autores se presumen salafistas. También algunas embajadas en Trípoli están siendo amenazadas en los últimos meses. Los radicales, además, han advertido a las mujeres libias que se vistieran de modo conservador y que cubrieran su cabello. Los yihadistas reclaman la segregación de género en los centros educativos.
Los salafistas, que siguen una variante puritana del Islam, creen que el sufismo (una secta islámica mística), y las danzas en que participan sus integrantes, son heréticos. El país está lleno de señales que dan cuenta de su creciente poder. Por ejemplo, la destrucción de santuarios sufíes. Desde el hotel Al Mahary Radisson Blu se pueden ver las celestes aguas del mar Mediterráneo bañando playas de blancas arenas. Pero esta vista idílica se ensombrece por pilas de escombros y vigas de acero dobladas entre el hormigón.
Los edificios destruidos no son consecuencia del bombardeo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra sedes de inteligencia o militares pertenecientes al derrocado régimen de Muammar Gadafi, asesinado en octubre de 2011 al finalizar la guerra civil, sino los restos de una mezquita y santuario sufí de la era Otomana.
Nosotros hemos sido testigos de la destrucción deliberada de esos edificios por parte de salafistas armados que utilizaron excavadoras para derribarlas, mientras miembros de la policía y de las Fuerzas Armadas de Libia los custodiaban a un lado, impidiendo, a su vez, el paso de periodistas y vehículos. La demolición se llevó a cabo a lo largo de tres días, pese a las protestas públicas y a la indignación expresada por algunos miembros del gobierno libio, que acusaron al Ministerio del Interior no solo de no proteger los sitios históricos, sino también de una posible participación en su destrucción.
Se presume que algunos de los islamistas que perpetraron la demolición son miembros en funciones del Comité Supremo de Seguridad, una amalgama de milicias y parte de las fuerzas de seguridad de Libia, formado por unos 100.000 hombres, con variadas lealtades y diferentes ideologías. Se cree que en ese comité se han infiltrado tanto islamistas como integrantes del núcleo incondicional de milicianos leales a Gadafi.
Multitudes de libios alegres, enarbolando banderas, volvieron a congregarse en la Plaza de Los Mártires, conocida como Plaza Verde en la era de Gadafi, para celebrar la caída del régimen. Pero es posible que esa sensación haya tenido corta vida. Tres santuarios sufíes en Trípoli, Zliten y Misrata fueron sistemáticamente destruidos, y una biblioteca que contenía cientos de libros y manuscritos históricos acabó incendiada. También han atacado unas 30 tumbas sufíes en la parte antigua de Trípoli.
El ministro del Interior, Fawzi Abdel Al, causó la indignación cuando explicó por qué las fuerzas de seguridad no habían intervenido. Dijo que él no estaba preparado para perdier vidas por «algunas tumbas viejas». Admitió que los extremistas religiosos, fuertemente armados eran demasiados y muy poderosos para que las débiles fuerzas de seguridad de Libia se enfrentaran a ellos. El responsable de interior se defendió diciendo que «si abordamos esto usando la seguridad, nos veremos forzados a usar armas, y estos grupos tienen enormes cantidades de armamento. Son grandes en poder y en número».
Envalentonados por sus «éxitos», los salafistas intentaron el viernes atacar otra mezquita sufí cerca de Bengasi, pero esta vez fueron confrontados por la Brigada Antidisturbios del ejército libio. Tres salafistas murieron en el fuego cruzado, y siete resultaron heridos. Otros dos fueron abatidos y cinco heridos el sábado, cuando atacaron otro santuario sufí en Ajlayat, 80 kilómetros al oeste de Trípoli. Los salafistas advirtieron que se vengarían, en señal de una escalada de la guerra sectaria.
Estos últimos acontecimientos tienen lugar mientras los analistas alertan, cada vez más, que islamistas como los de la red Al Qaeda, intentan llenar el vacío político y alimentar los conflictos regionales tras la primavera árabe. Parecen haber sido prematuras las especulaciones anteriores en cuanto a que tras las primeras elecciones democráticas libres en casi 50 años, celebradas en julio, Libia resistiría la tendencia islamista seguida por los países vecinos.
El gerente de inteligencia en Max Security Solutions, una firma consultora sobre riesgo geopolítico con sede en Tel Aviv, Daniel Nisman, señala que «el envalentonado extremismo islámico representa un claro fracaso político para las autoridades libias, que se negaron a catalogar la violencia como una amenaza nacional». «Son peligrosos. Los islamistas son la punta del iceberg en las amenazas que ignora la seguridad nacional de Libia».
Aymenn Jawad Al-Tamimi, del Middle East Forum, considera que hay ciertos paralelismos entre el creciente sectarismo que tiene lugar en Libia y en Iraq. «Las fuerzas de seguridad post-Gadafi se están formando de un modo muy similar a como se crearon en Iraq tras la caída del régimen de Saddam (Hussein, en 2003)». En su artículo para el foro «Repensando a Libia», Tamimi señala que «al enfrentar una situación de caos causado por milicias que compiten entre sí, el gobierno libio post-Gadafi ha acometido la política de intentar formar las nuevas fuerzas de seguridad lo más rápidamente posible. Un enfoque que también adoptaron Estados Unidos en Iraq».
Para Taminmi sin embargo, «el mayor problema es que han puesto la mira en la cantidad, no en la calidad, por lo que las facciones políticas y otros ideólogos pueden aprovecharse de la situación, inundando las filas de las nuevas fuerzas de seguridad con sus propios seguidores».