Este tipo de inculpaciones que intentan desacreditar las luchas por la preservación de la tierra, el agua y otros recursos naturales de los países del Tercer Mundo, ocultan una inquietante realidad. La intensa competencia por la adquisición de tierras que se ha desencadenado para explotar las riquezas del planeta, no solo es feroz y desigual, sino que acarrea fatales consecuencias.
Recientes estudios, incluido un informe de abril de Global Witness, han documentado el aumento de los asesinatos de activistas y de defensores de la tierra y el ambiente, que en 2014 han llegado al escalofriante promedio de dos por semana.
En respuesta a la intimidación, represión, desapariciones y muertes que sufren los activistas que resisten a la depredación de sus tierras, es éticamente imperativo brindarles todo el apoyo posible para que puedan hacer frente a los avances de las corporaciones y los gobiernos que las respaldan.
Esto es lo que tenemos en común organizaciones no gubernamentales como Greenpeace y el Oakland Institute.
Se estima que durante la última década 200 millones de hectáreas de tierras - una superficie cinco veces mayor que el estado estadounidense de California - han sido arrendadas o compradas, muchas veces mediante operaciones opacas. Los recursos naturales de África son quizás los más codiciados del planeta, como lo demuestra el hecho de que en este continente se realice el 70 por ciento de las transacciones agrarias.
Allí se dirigen las empresas multinacionales, asistidas por instituciones poderosas -el grupo del Banco Mundial y los ocho mayores países donantes-,para aplicar su modelo de «desarrollo económico», que, afirman, promueve mediante inversiones en gran escala la explotación intensiva de vastas superficies de tierra, e impulsa un crecimiento económico que esparce sus beneficios sobre el país receptor.
Sin embargo, nuestro trabajo revela una realidad muy diferente y digna de preocupación. Las comunidades locales y los pueblos indígenas denuncian que las decisiones expropiatorias se adoptan sin consultarlos, sus tierras, sus casas, y las forestas son arrasadas para implantar la agricultura intensiva y de monocultivo que exigen los inversores. Y sus sistemas de vida son destruidos.
Que este tipo de «desarrollo» es adverso a la voluntad de la población es evidente. Dice un granjero de la República Democrática del Congo: «Quiero seguir siendo un campesino y cultivar mi tierra, no quiero convertirme en un trabajador dependiente de una empresa extranjera».
Y un jefe de la tribu Bodi de Etiopía afirma: «Yo no quiero abandonar mi tierra. Si intentan sacarnos por la fuerza, combatiremos. En cualquier caso yo seguiré en mi aldea, vivo sobre mi tierra, o muerto debajo de ella».
Estos testimonios representan a las multitudes de aldeanos y campesinos que son víctimas del despojo de sus recursos naturales, perpetrados sin que se escuchen sus protestas, acalladas por quienes definen qué está a favor o en contra del desarrollo. Y como si la devastación de vidas y de sistemas de vida no fuera suficiente, aquellos que resisten se encuentran frente a la violencia represiva de gobiernos y empresas privadas.
La empresa estadounidense Herakles Farm proyecta una plantación de aceite de palma en Camerún que desplazará a millares de personas de sus tierras y destruirá parte del segundo en extensión bosque pluvial del mundo.
En respuesta a los críticas, el responsable de la empresa escribió en una carta abierta: «Mi objetivo es presentar a HeraklesFarm y este proyecto por lo que realmente es, un proyecto comercial para la producción de aceite de palma de modesta dimensión, que creará puestos de trabajo, promoverá el desarrollo social y elevará el nivel de seguridad alimentaria a través de la incorporación de los mejores procedimientos industriales».
Lo que le faltó decir al empresario es por qué Nasako Besingi, un activista camerunés que dirige una organización no gubernamental local, ha sido incesantemente perseguido por oponerse al proyecto. Fue arrestado en 2012 mientras organizaba una manifestación pacífica, y mantenido varios días en prisión junto a dos colegas.
Inmediatamente después de su liberación, mientras acompañaba a un equipo de televisión francés a visitar el área del proyecto, le tendieron una emboscada y le agredieron. Besingi reconoció entre los atacantes a algunos empleados de Herakles Farm.
En vez de obtener protección para sus actividades, Besingi y su organización deben ahora defenderse de acciones legales, incluido un juicio por difamación, que es una de las tácticas preferidas por las corporaciones para intimidar y disuadir a sus oponentes.
Si no se acierta a ponerles límites y controles, la privatización de las tierras y el robo de los recursos naturales serán irreversibles y pondrán en peligro a pueblos, forestas y ecosistemas.
Es hora de que optemos por un camino al desarrollo que tenga como prioridad a los pueblos y al planeta, no las ganancias de los ricos y sus empresas.