El hijo de Claudine Umuhoza cumplió 19 años el 1 de abril. Es uno de los miles y miles de niños concebidos mientras se perpetraba el genocidio en Ruanda, pero no está reconocido oficialmente como un sobreviviente. Su madre sí.
Dos décadas después de la masacre de un millón de miembros de la etnia minoritaria tutsi y de hutus moderados, la mayor parte de la población actual todavía hace malabares para soportar el peso de aquella violencia.
Las más afectadas son las mujeres que parieron hijos concebidos en violaciones masivas. Se estima que en esos 100 días, entre el 6 de abril y mediados de julio de 1994, entre 100.000 y 250.00 mujeres fueron violadas.
Umuhoza, que vive en el distrito de Gasabo, cerca de la capital, tenía 23 años el 6 de abril de 1994, cuando fue derribado el avión en que viajaban el entonces presidente Juvenal Habyarimana y su par de Burundi, Cyprien Ntaryamira.
En el conflicto armado que siguió, ella soportó las violaciones de siete hombres. Uno de ellos la acuchilló en el vientre con un machete y la dejó moribunda tendida en el suelo.
Pero Umuhoza sobrevivió porque un vecino hutu la asistió y la ayudó a escapar entregándole un documento de identidad falso que la acreditaba como hutu. «Ese vecino ya no vive en Ruanda, se fue con su familia a Mozambique. Quiero agradecerle que salvara mi vida. Si no hubiera sido por él, estaría muerta», nos dijo.
En la masacre, esta mujer perdió a cuatro hermanos y a otros miembros de su familia.
Ahora tiene 43 años, vive con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) y todavía no le ha contado a su hijo por qué nació. «No he sido capaz... Él no lo sabe. Me casé en septiembre de 1994, después del genocidio», dice.
«Ya estaba embarazada, y cuando dí a luz mi esposo entendió que el niño no era suyo. No lo aceptó y se fue de casa», cuenta Umuhoza. Nunca volvió a casarse. La violación sexual sigue siendo un poderoso tabú en la sociedad ruandesa.
Según Jules Shell, director ejecutivo de la Fundación Ruanda, aunque este país de África central ha hecho grandes avances, las mujeres que contrajeron el VIH al ser violadas todavía soportan una intensa estigmatización.
Esta organización con sede en Estados Unidos se creó en 2008 y al año siguiente empezó a apoyar la escolarización de un primer grupo de 150 niños nacidos de violaciones. «Una cantidad desproporcionada de mujeres violadas también contrajeron VIH», nos dice Shell. Aunque no hay cifras exactas, se estima que el 25 por ciento de la población femenina vive con el virus causante del sida.
«Nunca sabremos el número preciso de niños nacidos de violaciones cometidas en el genocidio, pues muchas mujeres tienen miedo, no pueden o no quieren reconocer la circunstancia en que fueron concebidos sus hijos», dice Shell.
Pero las consecuencias de aquella pesadilla afecta a los jóvenes que nacieron después de que concluyera. «Muchos jóvenes están experimentando un fenómeno común entre los hijos de supervivientes de un holocausto, conocido como transmisión intergeneracional del trauma», agrega Shell.
«Es el resultado de la imposibilidad que sufren las madres de hablar abiertamente a sus hijos sobre sus experiencias y su propio trauma, y eso termina afectándoles», explica.
Como Umuhoza, muchas mujeres guardan silencio, pero sus hijos saben que tienen padres que son desconocidos para sus madres. Esto también crea problemas prácticos, por ejemplo cuando los hijos van a registrarse para obtener su documento de identidad y deben dar los apellidos y nombres de sus progenitores.
Gracias a la Fundación Ruanda, el hijo de Umuhoza va a graduarse en la escuela secundaria, algo que su madre no pudo hacer. Ella es una de las 600 madres que reciben respaldo de esta organización, que suministra también el material escolar y paga las matrículas.
«Estoy tan feliz de que esté en secundaria. Rezaba para que así fuera... y tengo la esperanza de que podrá ir a la universidad», dice. «Es muy importante para mí. Yo sé que es costoso, pero si ni siquiera imaginamos que podría ir a la secundaria... Las puertas pueden abrirse rápidamente, tengo esperanza», añade.
Umuhoza sueña con ver a su hijo abogado y dedicado a defender a los pobres y marginados. Pero él tiene sus propios sueños y quiere ser médico. «Él me ve sufriendo dolores y yendo al médico, y por eso sueña con ser capaz de curarme», explica su madre.
Debido a su estado de salud y a las secuelas que le dejó la herida en el vientre, Umuhoza solo puede hacer trabajos muy livianos. Por ser superviviente, tiene derecho a asistencia médica que paga un fondo especial establecido por el gobierno y que cuenta con el dos por ciento del presupuesto del Estado.
El 15 de este mes, Umuhoza se someterá a una cirugía para aliviar sus lesiones en el hospital militar de Kigali. El estigma y la discriminación de los tutsis no ha desaparecido, sobre todo en las zonas rurales donde son muy minoritarios.
Según la Comisión de Unidad Nacional y Reconciliación, creada en 1999, al menos un 40 por ciento de los ruandeses todavía temen otro genocidio.
«La desconfianza está ahí. El trauma todavía es un problema. Tenemos prisioneros que han sido puestos en libertad hace poco, pero que no se han integrado a la sociedad», nos dice el director de manejo de conflictos y construcción de la paz de la Comisión, Richard Kananga.
La reconciliación es un proceso continuo.
«No podemos decir cuánto llevará. Tenemos investigadores que miden cómo la población va percibiendo este proceso de seguridad humana. No podemos decir que en otros 20 años habremos logrado que el 100 por ciento» de la población se sienta segura, agrega.
Los niños que nacieron después del genocidio pueden representar una etapa nefasta de la historia del país, pero también son «la luz y la esperanza de un futuro más luminoso», apunta Shell.
Umuhoza también lo cree. «Compare cómo era el país hace 20 años y cómo es ahora», dice.
«El futuro de Ruanda será mejor, el pueblo estará unido. Eso no significa que la gente habrá olvidado que es tutsi o hutu. Los ruandeses seguirán sabiendo quiénes son», concluye la madre.