Chakravarthi Raghavan, reconocido periodista y observador de las negociaciones multilaterales, analiza los convenios de liberalización comercial, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la conferencia de Bali en diciembre, y concluye que las potencias del Norte industrial siempre impusieron sus propios intereses en detrimento de los países del Sur en desarrollo y sus aspiraciones.
Ginebra, (IPS) - El mundo de hoy es muy diferente al del final de la Segunda Guerra Mundial. Ya no existen las colonias, aunque persisten algunos territorios «dependientes».
En los años 50 y 60, mientras se desarrollaba el proceso de descolonización, en la mayoría de los países recién independizados surgieron líderes que simplemente lucharon contra el dominio extranjero, sin pensar mucho en sus objetivos y políticas socioeconómicas posteriores a la independencia.
Algunos pensaron, ingenuamente, que con la independencia y el poder político, el bienestar económico sería automático.
A fines de los años 50, las antiguas colonias y aquellos primeros líderes que anhelaban mejores condiciones para sus pueblos se percataron de que hacía falta algo más que la independencia política, y comenzaron a buscar en el entorno económico internacional, en sus organizaciones e instituciones.
En los años inmediatos a la posguerra, los esfuerzos para crear nuevas instituciones económicas internacionales, surgidos de los acuerdos de política comercial realizados durante la guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña, se concentraron en las medidas internacionales para la reconstrucción y el desarrollo de la Europa devastada por la guerra.
En consecuencia, en los sectores del dinero y las finanzas se crearon las instituciones de Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) y el Banco Mundial, según el principio de «un dólar, un voto».
Esto ocurrió incluso antes de acordarse la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y su principio de la igualdad soberana de los Estados, que establece un voto por país en los órganos del foro mundial.
Gran Bretaña y Estados Unidos presentaron propuestas en 1946 ante el Consejo Económico y Social de la ONU (ECOSOC) para crear una Organización Internacional de Comercio (OIC).
ECOSOC convocó a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Empleo para considerar las propuestas. El Comité Preparatorio de la Conferencia redactó una Carta para el organismo de comercio, que fue discutida y aprobada en 1948 en una conferencia de la ONU en La Habana.
A la espera de la ratificación de la Carta de La Habana, el capítulo de política comercial se convirtió en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT).
El GATT entró en vigencia mediante un protocolo de aplicación provisional, como un acuerdo ejecutivo multilateral que regiría las relaciones comerciales. Así, los gobiernos acordaron aplicar sus compromisos de reducción de las barreras comerciales y reanudar las relaciones comerciales previas a la guerra mediante acciones ejecutivas sujetas a su legislación nacional.
En La Habana, durante las negociaciones sobre la Carta, Brasil e India expresaron su descontento, pero aceptaron a regañadientes el resultado y el GATT provisional.
No obstante, el senado de Estados Unidos, como consecuencia del lobby empresarial, no estaba dispuesto a permitir que Washington se sometiera a la Carta de La Habana.
Así, el GATT se mantuvo provisional durante 47 años, hasta el tratado de Marrakesh que instituyó la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995.
Las instituciones de Bretton Woods no buscaban promover de forma directa el «desarrollo» de las antiguas colonias. Lo poco que sucedió en ese sentido fue, como mucho, un efecto secundario de las políticas de crédito de estas instituciones y de las escasas migajas que caían de la mesa, aquí y allá, en pos de los intereses de la Guerra Fría.
A partir de principios de los años 50, en la medida en que proporcionaba algunos préstamos de reconstrucción y desarrollo al Sur global, el BIRF actuó en interés de Estados Unidos, su principal accionista, y favoreció al sector privado.
Por ejemplo, los primeros esfuerzos de India por conseguir préstamos del BIRF para que el sector público instalara industrias básicas como el acero, que requerían gran capital, fueron rechazados con el único motivo del dogma ideológico que enfrentaba a la empresa privada con la pública.
Mucho más tarde, el Banco Mundial creó la Asociación Internacional de Fomento (AIF) para conceder préstamos blandos, de bajo interés y extensos plazos de amortización, a los países de bajos ingresos.
Pero la AIF no funcionó como se pretendía y no otorgó préstamos para la creación de industrias o el fomento del desarrollo en los países más pobres. En la práctica, actuó en defensa de los intereses de los países desarrollados en el Tercer Mundo.
Los préstamos de la AIF se otorgaban con condiciones que promovían los programas de ajuste estructural, como la liberalización unilateral del comercio. Esto causó la desindustrialización de los países africanos más pobres.
Peor aún, tenían condiciones adicionales que respondían a las modas e inquietudes de la sociedad civil del Norte, en especial con sede en Washington.
Los «países donantes» de la AIF la dominaban y utilizaban su peso para influir en los préstamos que concedía. Al principio, la agencia obtenía fondos de Estados Unidos y otros países desarrollados. Posteriormente, se financió con fondos procedentes del reembolso de los préstamos y de las ganancias que el Banco Mundial obtuvo con el crédito que concedía a tasas de mercado a los países en desarrollo.
Aunque los países en desarrollo que recibían préstamos del BIRF a tasas de mercado resultaron ser los financiadores de la AIF, no tenían voz en su dirección, y los países desarrollados, con muy poco dinero adicional, mantuvieron el control sobre las políticas de la AIF y del BIRF para promover sus propias políticas y los intereses de sus empresas en el Sur en desarrollo.
En el ámbito comercial, en las sucesivas rondas de negociaciones del GATT, el grupo de los principales países desarrollados integrado por Estados Unidos, Canadá, Europa y, más tarde, Japón, negoció entre sí el intercambio de concesiones arancelarias, pero prestó poca atención a los países en desarrollo y sus solicitudes de reducciones arancelarias para sus exportaciones.
Las únicas migajas que recibieron fueron consecuencia de la multilateralización de las concesiones bilaterales intercambiadas en las rondas, con la aplicación del principio de «nación más favorecida». Cada una de las rondas a partir de la Dillon, pasando por la Kennedy y la de Tokio, agregó disposiciones discriminatorias para el Tercer Mundo y sus exportaciones.
En la Ronda Uruguay (1986-1994), que culminó en el tratado de Marrakesh, los países en desarrollo asumieron por adelantado compromisos onerosos en el comercio de mercancías y en áreas nuevas, como el comercio de «servicios» y la protección de la propiedad intelectual.
A cambio, recibieron la promesa de compromiso de los países desarrollados de asumir una importante reforma del comercio de su subsidiada agricultura y de otras áreas de interés para las exportaciones del Sur. Estas siguen en el terreno de las promesas.
A la vez, tras la Conferencia Ministerial de Bali de diciembre de 2013, Estados Unidos, Europa y la dirección de la OMC pretenden abandonar por «obsoletos» los compromisos anteriores y avanzar en el acuerdo de «facilitación comercial», que no implica concesiones de su parte, pero sí una reducción arancelaria de 10 por ciento para los países en desarrollo.
En gran parte de África, esto completará el «proceso de desindustrialización» y asegurará que el Tercer Mundo siga poblado de «leñadores y aguadores».