Por Johari Gautier Carmona
Un panorama internacional aterrador
Más de ochocientos periodistas han muerto desde el año 1992 mientras trabajaban, «al pie del cañón», haciendo su trabajo de investigación. La gran mayoría de estas muertes no sucede en pleno conflicto internacional como puede imaginarse el telespectador acostumbrado a las imágenes de reporteros intrépidos armados de cámaras en escenarios internacionales. Pues no. El 90% de los que mueren son periodistas locales que no se benefician de protección especial o recursos extraordinarios. Tampoco tienen un billete de vuelta para desaparecer cuando el ambiente se caldea y el aire se vuelve irrespirable. Estos periodistas heroicos que Terry Gould describe con una viva voz son personas que, desde muy temprano y a diario, se confrontan con la criminalidad organizada en su ciudad y se comprometen a combatirla.
Mientras que en Europa el número de víctimas asciende a 2 en los últimos 10 años, la cifra de periodistas muertos se dispara cuando nos trasladamos a otros escenarios en los que la libre expresión es totalmente amenazada. Un ejemplo son los 40 periodistas colombianos muertos el último año tras una horrible tortura. También este mismo año, 9 periodistas mejicanos han sido acribillados por negarse a encubrir asuntos comprometedores. Otro ejemplo desazonador es el caso de 30 periodistas filipinos que fueron raptados en plena campaña electoral en el año 2009 mientras viajaban en autobús. Todos acabaron cruelmente asesinados.
Por orden de peligrosidad, los 5 países considerados más peligrosos para los periodistas son: Filipinas, Irak, Colombia, Bangladesh y Rusia. El periodista americano considera que, en cada uno de estos países, los políticos actúan como capos de la mafia. La corrupción se ha convertido en una estructura formal que otorga impunidad a todos los que se pronuncian a favor de los líderes políticos dominantes.
¿Qué es lo que lleva a estos periodistas a luchar hasta la muerte?
Tras analizar profundamente la vida de siete periodistas muertos en pleno trabajo, Terry Gould concluye que, pese a tener vidas muy distintas, todos tenían puntos en común. Todos habían centrado sus esfuerzos en la actividad de corruptos. Todos fueron amenazados por la gente que habían implicado en sus investigaciones. Su trabajo se había convertido en un modelo ético para neutralizar la corrupción omnipresente.
Otro punto interesante es que cada uno de los periodistas investigados había llegado a predecir su propia muerte. El caso de la periodista rusa Anna Politkovskaya es uno de los más ilustrativos. Tras oponerse a la política del miedo impuesta por Putin en Chechenia y revelar en su investigación una lista de militares que el mandatario ruso había colocado en el poder, Anna Politkovskaya dijo textualmente:«Seré la próxima». Y desgraciadamente, no se equivocó. A los tres días fue hallada muerta. De la misma forma, la periodista filipina, Marlene García-Esperat, fue asesinada tras declarar en una carta dirigida al presidente de su país: «Prefiero aceptar una bala antes de mantenerme callada.»
Ninguno de estos periodistas era santo, insiste Terry Gould, pero todos llegaron a un estado mental que les obligaba a acabar su trabajo y aceptar la muerte como última consecuencia. El compromiso y el deseo de perpetuar su lucha por la justicia se habían vuelto tan grandes que ya no podían hacer vuelta atrás. «Llegaron a un momento de sus vidas en el que la verdad era la única opción.»