Ha causado una división en Syriza, el gobernante partido de izquierdas, un distanciamiento entre la Canciller alemana Ángela Merkel y su inflexible ministro de finanzas Wolfgang Schäuble, y hecho que Francia busque reafirmarse en el eje francogermano que siempre ha sido el «motor» de la integración europea.
Mientras tanto, muchos de los economistas keynesianos de Estados Unidos, entre ellos los premios Nobel Paul Krugman y Joseph Stiglitz, simpatizan con la postura antiausteridad de Grecia. Otros economistas, principalmente en Europa, arguyen que Alemania debe adoptar un papel político que corresponda a su preeminencia económica y que debe aceptar formas de compartir la soberanía (y las deudas) a fin de asegurar la cohesión y la sostenibilidad monetaria de la unión. Humillar a un país pequeño y convertirlo en un virtual protectorado no va en beneficio de los intereses a largo plazo de Europa.
Sin embargo, eso es lo que está en juego. Grecia firmó el acuerdo después que Schäuble propusiera explícitamente que abandonara la eurozona (de manera supuestamente temporal) y adoptara una nueva moneda. La postura de Alemania fue el primer cuestionamiento abierto de una potencia europea importante a la noción de que la unión monetaria es irrevocable. Como los franceses, que simpatizan instintivamente con el argumento antiausteridad y son conscientes de su papel cada vez menor en la pareja francogermana, notaran con rapidez, la postura alemana también marcó un potencial paso desde una «Alemania europea» a una «Europa alemana».
Poco ayudó el que las negociaciones entre Grecia y sus acreedores generaran una creciente desconfianza sobre la capacidad y las intenciones de Syriza. Sus tácticas de negociación tortuosas y erráticas, además de sus planes secretos para preparar una salida del euro (como parte de un «Plan B»), afectaron negativamente a la credibilidad del gobierno, lo que hizo que hasta Paul Krugmann admitiese: «Puede que haya sobrestimado la capacidad del gobierno griego».
Con todo lo complicado que haya sido el juego de las culpas y reproches, es posible aprender algunas lecciones para las políticas futuras. Algo no anda bien cuando la mala conducta de Grecia, país que no representa más del 2% del PIB de la eurozona, supone peligros serios para la supervivencia de la unión monetaria. Pero, ¿radica el remedio en medidas más estrictas (sanciones más duras o incluso la expulsión) para aplicar las normas de la eurozona, o estas se deben ajustar a las cambiantes circunstancias de sus miembros?
La aplicación de las normas hasta ahora no ha funcionado debido a defectos en los cimientos de la eurozona. En primer lugar, los balances de cuentas fiscales y externas se controlan para asegurar la estabilidad financiera y sostener la moneda común. Segundo, los gobiernos nacionales han de hacerse cargo de solucionar los desequilibrios dentro del contexto de un régimen de rescate que ha sido establecido por autoridades supranacionales (la Comisión Europea y el Banco Central Europeo) en cooperación con el Consejo Europeo, que a su vez representa a los gobiernos nacionales.
La saga griega demuestra que este sistema no puede controlar desequilibrios desestabilizadores con la rapidez suficiente como para evitar crisis de importancia. Los desequilibrios no son únicamente el resultado de políticas irresponsables, sino que muchas veces reflejan debilidades más profundas en las estructuras económicas, como falta de competitividad o deficiencias institucionales. Si Alemania insiste en la responsabilidad nacional, puede que sea necesario aplicar normas de manera cada vez más estricta, dando pie a un nivel de agitación social y política tal que acabe por derrumbar la edificación europea.
La alternativa sería adoptar una «unión de transferencias» que asegure un mayor equilibrio entre solidaridad y responsabilidad: es el caso de Estados Unidos, en el que se ha asegurado un patrón integrado de desarrollo en todo el país. La eurozona debe fortalecer sus estructuras fiscales hasta un nivel suficiente como para hacer frente a las condiciones económicas generales, teniendo en cuenta al mismo tiempo las diferentes circunstancias de cada país miembro. Estas estructuras más sólidas deberían permitir una transferencia limitada de recursos entre países de la eurozona, ya sea para aplicar medidas contracíclicas o complementar el gasto en inversiones, especialmente en lo que respecta a infraestructura económica y social.
Pero esto inevitablemente debe implicar la creación de un presupuesto aparte para la eurozona y la transferencia de competencias desde las autoridades nacionales a las supranacionales. La nueva estructura fiscal debería tener eurobonos y una tributación común, y el Mecanismo de Estabilidad Europea habría de incluir un fondo de amortización de la deuda lo suficientemente grande como para solucionar las crisis de deuda soberana. Al mismo tiempo, se debería fortalecer la unión bancaria creada tras la crisis financiera global de 2007-2008, aumentándose la base de capital del Fondo Único de Resolución y creándose un plan común de garantía de los depósitos.
Todo esto parte del supuesto de que se aumentarán de manera importante los poderes del Parlamento Europeo y la Comisión Europea, las instituciones supranacionales de la UE. La Comisión Europea tendría que convertirse en un verdadero gobierno, con un presidente electo mediante votación popular. También se tendría que crear un ministerio de finanzas europeo, cuyo jefe presida el eurogrupo (que convoca a los ministros de finanzas de los estados miembros de la eurozona). Una Asamblea especial del Parlamento Europeo, en que estén representados todos los miembros de la eurozona, debería contar con poderes para legislar y controlar al ejecutivo, siguiendo el modelo de un parlamento nacional.
Estas propuestas darán origen a muchas críticas, y no solamente de los euroescépticos. Pero avanzar hacia la integración fiscal y política es el precio que Europa (partiendo desde la eurozona) debe pagar por mantener su unidad y su peso global. La alternativa es la aplicación inconsistente (si es que no arbitraria) de las normas actuales, produciendo divisiones entre los estados miembros y una potencial fragmentación.