Sin duda, las predicciones como la de Leontief hacen que muchos economistas se sientan escépticos, y con buenos motivos. Históricamente, los incrementos de la productividad rara vez destruyeron el empleo. Cada vez que las máquinas mejoraban la eficiencia (incluido cuando los tractores sustituyeron a los caballos), desaparecían los antiguos empleos, pero se creaban nuevos. Es más, los economistas son expertos en desmenuzar los números, y los datos recientes demuestran una desaceleración -no una aceleración- de las alzas de productividad. En lo que concierne a la cantidad real de empleos disponibles, existen razones para cuestionar las predicciones sombrías de los agoreros. Sin embargo, también hay motivos para pensar que la naturaleza del trabajo está cambiando.
Para empezar, como observó el economista del MIT David Autor, los avances en la automatización de la mano de obra transforman algunos empleos más que otros. Es cada vez más factible que los trabajadores que desempeñan tareas de rutina como el procesamiento de datos sean reemplazados por máquinas; pero aquellos que desarrollan labores más creativas tengan más chances de experimentar mejoras en la productividad. Mientras tanto, los trabajadores que ofrecen servicios en persona podrían no ver un cambio en absoluto en sus empleos. En otras palabras, los robots pueden dejar sin trabajo a un contable, impulsar la productividad de un cirujano y no afectar en nada el trabajo de un peluquero.
Los trastornos resultantes en la estructura de la fuerza laboral pueden ser, al menos, tan importantes como la cantidad real de empleos que se ven afectados. Los economistas definen el desenlace más probable de este fenómeno como «la polarización del empleo». La automatización crea empleos de servicios en el extremo inferior de la escala salarial y aumenta la cantidad y rentabilidad de los empleos en el extremo superior. Pero se crea un pozo en el sector medio del mercado laboral.
Este tipo de polarización viene desarrollándose en Estados Unidos desde hace décadas, y también está ocurriendo en Europa -con consecuencias importantes para la sociedad-. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la clase media ha sido la espina dorsal de la democracia, el compromiso civil y la estabilidad; aquellos que no pertenecían a la clase media de manera realista podían aspirar a ser parte de ella, o inclusive creer que ya eran parte de ella, cuando no era el caso. En tanto los cambios en el mercado laboral derriban a la clase media, podría desatarse una nueva era de rivalidad de clases (si es que esto no ha sucedido ya).
Además de los cambios generados por la automatización, el mercado laboral está siendo transformado por plataformas digitales como Uber que facilitan los intercambios entre consumidores y proveedores individuales de servicios. Un cliente que llama a un conductor de Uber está comprando no sólo un servicio, sino dos: uno de la compañía (la conexión con un conductor cuya calidad está avalada por las calificaciones de los clientes) y el otro del conductor (el transporte de un lugar a otro).
Uber y otras plataformas digitales están redefiniendo la interacción entre consumidores, trabajadores y empleadores. También están tornando redundante la empresa reconocida de la era industrial -una institución esencial, que permitía la especialización y ahorraba costes de transacción.
A diferencia de lo que sucede en una empresa, la relación de Uber con sus conductores no se basa en un contrato de empleo tradicional. En su lugar, el software de la compañía actúa como mediador entre el conductor y el consumidor, a cambio de un honorario. Este cambio aparentemente pequeño podría tener consecuencias de amplio alcance. En lugar de ser regulado por un contrato, el valor de la mano de obra está siendo objeto de las mismas fuerzas de mercado que afectan a cualquier otra mercancía, ya que los servicios varían de precio dependiendo de la oferta y la demanda. La mano de obra pasa a estar marcada por el mercado.
Otros cambios menos disruptivos, como el ascenso del capital humano, también podrían mencionarse. Una cantidad cada vez mayor de graduados jóvenes rehúyen empleos aparentemente atractivos en compañías importantes. Prefieren ganar mucho menos y trabajar para empresas nuevas o industrias creativas. Si bien esto puede explicarse en parte por el atractivo del estilo de vida que conlleva el empleo, también puede ser una manera de aumentar su ingreso general de toda la vida. En lugar de alquilar su conjunto de habilidades y competencias por un precio preestablecido, estos graduados jóvenes prefieren maximizar el flujo de ingresos de toda la vida que pueden obtener a partir de su capital humano. Una vez más, este comportamiento mina el contrato de empleo como una institución social básica y hace que muchas de sus características asociadas, como la tributación anual sobre la renta, disten de ser óptimas.
No importa lo que pensemos de los nuevos acuerdos, es poco probable que podamos detenerlos. Algunos podrían sentirse tentados a resistir -prueba de ello son los recientes enfrentamientos entre conductores de taxis y de Uber en París y las demandas legales contra la compañía en muchos países-. El acuerdo de Uber puede ser fraudulento según el marco legal existente, pero ese marco, llegado el caso, va a cambiar. Los impactos transformadores de la tecnología a la larga se harán sentir.
En lugar de intentar frenar lo irrefrenable, deberíamos pensar en cómo poner esta nueva realidad al servicio de nuestros valores y bienestar. Además de repensar las instituciones y las prácticas predicadas sobre los contratos de empleo tradicionales -como las aportaciones a la seguridad social-, necesitamos empezar a inventar nuevas instituciones que empleen esta transformación impulsada por la tecnología para nuestro beneficio colectivo. La médula espinal de las sociedades del mañana, después de todo, no será erigida por robots o plataformas digitales, sino por sus ciudadanos.