Mientras tanto, la polémica en torno al sistema de salud (y detrás de ella la amenaza inmigratoria, aunque no es la única causa) se cierne como una cimitarra sobre la convivencia y la cohesión nacional, hasta el extremo de hacer ingobernable el país y sumirlo en la suspensión de pagos.
Al otro lado del océano, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue silbado a su llegada a la isla mediterránea de Lampedusa, como protesta por la inoperante conducta de la Unión Europea (UE) ante las oleadas trágicas y frustradas de inmigrantes sobre las costas italianas.
Aunque la protesta se hacía extensiva al primer ministro de Italia, Enrico Letta, y a la comisaria europea de Interior, Cecilia Malström, los manifestantes en rigor se equivocaban de objetivo.
La UE no es la causante de la impotencia en evitar ese pertinaz movimiento. Los culpables son los mismos gobiernos soberanos que desde los ambiciosos logros de integración profunda que se apuntaban con el Tratado de Maastricht de 1992 se han resistido a dar unos nuevos «pasos osados», como se prometía desde la Declaración Schuman de 1950.
Hay una línea roja que en las capitales europeas no se está dispuesto a pasar
El problema reside en que todavía las competencias de inmigración y fronteras están ancladas firmemente en los sectores inamovibles del antiguo tercer pilar de la UE, ahora bautizado como Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia.
Aunque lenta, pero tenazmente, muchas competencias, antes bajo el yugo de la unanimidad, han sido traspasadas al área comunitaria, cuyas decisiones se pueden ahora tomar por mayoría cualificada, el paso crucial se resiste.
En 1957, con la aprobación del Tratado de Roma que fundó la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de Energía Atómica, se logró el cambio decisivo respecto de la modestia de la agenda de la Comunidad del Carbón y el Acero (CECA) de 1952, como resultado de la oferta del ministro francés Robert Schuman.
Desde entonces, el corazón de la integración europea ha estado centrado en el funcionamiento del Mercado Común.
La sublimación del Tratado de Roma, en este terreno, tuvo que esperar a la aprobación del Acta Única de 1986. Las columnas fundamentales de lo que sería conocido luego como el Mercado Único eran cuatro libertades de movimiento.
La primera es la libre circulación de bienes, con el desmantelamiento de las barreras arancelarias y físicas; la segunda está centrada en la circulación de capitales, operación bastante fácil, ya que estaba impelida por los activos intereses económicos y empresariales; la tercera era la desaparición de las limitaciones a la libre disponibilidad de los servicios.
La cuarta sigue siendo la más difícil: la libre circulación de las personas.
Si este aspecto está regulado y garantizado por los tratados en el contexto interior y se está anclado en el terreno comunitario (primer pilar), el trasvase de ciudadanos por las fronteras exteriores está formalmente sujeto a las decisiones soberanas de los estados.
Inmigración, visados, asilo y cualquier dimensión de control de fronteras son monopolio de los gobiernos y solamente el Consejo Europeo, mediante decisiones unánimes, puede emitir legislación efectiva.
De ahí que los gobiernos se aprovechen de su carencia de competencia y echen la culpa a las instituciones de la UE, atizando a la opinión pública contra los entes supranacionales, como la Comisión Europea, y también el Parlamento Europeo, por la ausencia de regulaciones colectivas y la dependencia de decisiones y medios puramente nacionales.
Esconden cómodamente el hecho de que con decisiones conjuntamente soberanas el problema por lo menos se encararía de una forma más eficaz. Se deben «comunitarizar» las atribuciones de orden interior.
Pero los gobiernos se resisten a hacer desaparecer el chivo expiatorio de que lo que funciona mal es la UE
En lugar de acudir a remedios de urgencia como el envío de unos cuantos navíos a vigilar la zona entre Túnez, Sicilia y Malta, Italia debiera liderar y ser arropada por sus socios más potentes y cercanos (Francia, España, y también Gran Bretaña) y establecer una flota de vigilancia que no reduzca sus funciones a la interdicción de embarcaciones repletas de emigrantes desesperados, sino a la efectiva regulación del tráfico en el Mediterráneo.
Es más, los mismos gobiernos, quizá también con la cooperación de Estados Unidos y otras potencias extramediterráneas, debieran presionar a los países emisores de la emigración incontrolada para que ejercieran una soberanía más eficaz. En caso de no contar con medios propios, la ayuda debiera consistir en unos planes de desarrollo ambiciosos para cortar el problema de raíz.
En fin, si estas alternativas no son viables, en ambos contextos del mundo industrializado, Estados Unidos y Europa, no queda más remedio que asumir la responsabilidad del papel de imán atractivo y adoptar planes de acogida, adaptación e integración social a la nueva residencia.
No queda más alternativa que plegarse a los cantos de sirena de los Tea Party europeos, liderados por Marine Le Pen, respaldados por toda clase de asistencias populistas.