¿Chileno o sueco? ¿Indígena o inmigrante? ¿Parisino o berlinés? En tiempos de ascendencias nacionales borrosas y líneas de la vida teseladas, resulta cada vez más difícil decidir quienes somos. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es una identidad? Y, más importante aún, ¿dónde se consigue una?
En medio del ajetreo y el bullicio de una tarde de tertulia, chicos y chicas jóvenes vistiendo ropas llamativas intercambian saludos, tarjetas de visita y la bise, conversando alegremente entre vino y galletitas saladas en las aceras de la capital. En este tipo de situación, la cuestión que tanto amo y que tanto temo llega más pronto que tarde. «¿De dónde eres?». Lo que podría ser absurdamente fácil, a menudo se transforma en una sesión intermitente de preguntas y respuestas, durante la cual voy a ganar tanto la insignia de «la chica francesa que no es realmente francesa», «la conocedora de mundo europea que habla mucho sobre la India» o «la alemana que confunde a todo el mundo porque parece muy francesa». A pesar de que este intercambio cultural puede ser interesante, a menudo incluso hilarante, entre vino y galletitas saladas, se trata de algo más que de un simple juego de preguntas y suposiciones.
¿Cuántas casas para una sola identidad?
Sea donde sea donde hayas nacido, habrás sido agraciado, entre otras cosas, con una lengua materna, recuerdos de los programas de televisión de tu infancia, ciertas preferencias culinarias, una educación escolar específica y diferentes particularidades sociales. Puede tratarse tanto de viejos programas como «Sendung mit der Maus» como de Burdeos y de tu sentido del humor -o de la entera falta del mismo-. Pero ¿qué ocurre una vez que dejas tu casa para irte a vivir fuera, estudiar en varias universidades, añadir lenguas a tu repertorio o enamorarte de alguien de otro país? «Bueno, eso puede ser un poco difícil». Tim Mac an Airchinnigh, que nació en Dublín y ahora estudia un doctorado en una universidad parisina, aporta otra cucharada de azúcar a su espresso cuando le pregunto sobre sus ideas acerca del concepto de origen, pertenencia y «sentirse europeo».
Después de prolongadas temporadas en Londres, Suiza y Australia, Tim se siente un poco entre Francia e Irlanda. «Creo que muchos emigrantes se identifican con la idea de que cada vez que vamos de visita a nuestro país lo hacemos a un país que cada vez parece más extranjero. Perdemos contacto con la red de autobuses o dejamos de saber quienes son los locales famosos, el cambio de precio de las bebidas o de las verduras». Tim todavía regresa a Dublín a menudo, pero de momento se siente muy feliz por haber elegido París como su nuevo hogar. Simplemente piensa en la cultura del café, la riquísima comida y el vino, la lujosa sensación de sentirse blasé al final de una tarde de domingo. La identidad de Tim podría haberse forjado en Irlanda pues se mudó a Francia cuando tenía veintipocos, pero ahora, París, con su miríada de pequeños cafés y brasseries, se ha convertido definitivamente en su hogar.
De Nuevos Europeos a «Euro generation»
Cuando deambulamos a lo largo del Canal Saint Martin, entrando y saliendo de la multitud que observa el arte en un sábado por la noche, Sladjana Perkovic sonríe inadvertidamente cuando le lanzo la cuestión de origen. «Cuando hablo francés, la gente a veces me pregunta de dónde soy. Entonces yo digo que soy francesa, pero que el francés no es mi lengua materna». Nacida en Banja Luka, una ciudad al noroeste de Bosnia, Sladjana vino a París poco después de cumplir la veintena para estudiar ciencias políticas y comunicación. Después de siete años en la capital, ella no solo es la encarnación de la quintaesencia del Paris chic, sino que también ostenta la ciudadanía francesa desde hace doce meses. Al detenernos para observar una instalación artística -una bola de helado suspendida que se va deshaciendo lentamente, disolviéndose en las turbias aguas del canal-, Sladjana explica que a ella Francia no le parece un país extranjero en absoluto. «Tengo dos hogares: uno en París y uno en Banja Luka. Me siento francesa y bosnia al mismo tiempo, pero cuando estoy fuera me siento europea».
En los últimos años, el número de jóvenes que, como Sladjana, consideran la «europea» como su segunda nacionalidad ha ido creciendo de forma constante. Estudios internacionales como el «Youth And European Identity Project» (2001-2004), iniciados por investigadores de varias universidades europeas, así como la mayoría de las últimas encuestas del Eurobarómetro en «New Europeans» (2011) han mostrado un creciente número de personas de menos de 25 años que se identifican simultáneamente como alemanes, checos o franceses y europeos. La lista de comadronas de esta Eurogeneración es larga, Erasmus, Schengen y Easyjet serían las más citadas. Aún así, no se trata tan solo de una menor burocracia, más becas de estudios y vuelos más baratos. Sentirse europeo es también una mezcla de curiosidad, adaptabilidad y pasión cultural, por muy grandilocuente que suene.
Las múltiples personalidades del sujeto europeo
A medida que la noción va ganando validez, nosotros, pasivamente -y a veces de forma activa- vamos conformando nuestra imagen como la de «jóvenes europeos», hasta el punto de que ya no podemos llamarnos a nosotros mismos «irlandés», «bosnio» o «alemán» nunca más. Nos damos cuenta de esto poco a poco, y a menudo tomar consciencia de ello nos va moldeando el carácter. La costumbre de intercambiarse la bise en varios contextos sociales es solo un hábito entre tantos. El lenguaje también tiene su papel en este sutil desarrollo de la personalidad. Conforme más fluidez ganamos en otra lengua, más a menudo soñamos en ella y más patentes se hacen las nuevas facetas de nuestra personalidad. Seguimos sentados en el mismo café, ya van tres espressos, cuando le pregunto a Tim si él se ha sentido alguna vez víctima de un trastorno de personalidad múltiple inducido por el lenguaje.
Con una risita, Tim asiente. «Sí, es algo muy real y muy raro. Creo que esto solo sucede cuando consigues un buen nivel de una lengua extranjera, en ese momento te das cuenta de la nueva personalidad que has desarrollado al mismo tiempo. Pero no importa lo bien que hables, siempre te faltarán los matices propios de una lengua materna en tu nuevo idioma, lo que te hace más contundente, más audaz, con un sentido del humor completamente diferente». Tim, que habla inglés, gaélico y francés, a veces se pregunta cuando surgió su «yo francés». Pero a pesar de verlo como un peligro, disfruta siendo capaz de cambiar de «yo». Sladjana también está de acuerdo en que los siete años que ha pasado en Francia la han cambiado mucho. Caminamos en dirección a la Place de la République, dejando atrás el canal, donde una instalación del artista japonés Fujiko Nkaya envuelve a los viandantes en una suave niebla. Sladjana piensa en salir de allí. A nuestro alrededor solo podemos percibir las siluetas de los parisinos que se mueven dentro de la niebla, riendo y riendo cada vez que una lluvia de vapor les alcanza desde arriba.
Menos política, más pasión
Quizá seamos muy afortunados, privilegiados en lo que se refiere a nuestro historial social, a nuestra educación y a las oportunidades que nos ha dado la vida. Identificarse como europeo está dejando de ser algo elitista para obedecer cada vez más en la elección de un estilo de vida concreto (y ligado a una zona geográfica) más que a razones políticas. Por supuesto, sabemos que debemos nuestra nueva libertad a la Unión Europea, pero hemos acabado por relacionarla con algo más personal. No es ningún secreto que esto es exactamente lo que Europa y la Unión Europea necesitan: menos política, más pasión. Menos papeleo, más galletitas. Cada vez con más frecuencia, nuestra visión de Europa tiene que ver con nuestro café parisino, nuestro año de intercambio en Berlín o una noche en Banja Luka.
Todavía esperando la pregunta inevitable, esta vez entre cervezas y con otro tipo de galletitas saladas en otra acera de la capital, me sorprendo al darme cuenta de cómo voy enfrentando estas tres palabritas con menos temor y más chispa. «¿De dónde eres?». Sin tratar de simplificar demasiado o de esconderme en misteriosas generalizaciones, me embarco en una conversación sobre mi historial cultural, los lugares donde he vivido y donde vivo actualmente, feliz de hacer malabares con mis identidades europeas (y con las de los demás también). Sí, soy alemana. Y sí, me siento francesa. A menudo vivo en parís, pero también me encontrarás en Londres, Berlín, Delhi o incluso Melbourne. Soy una amante de las ciudades, una fanática de Asia, una adicta a las culturas extranjeras y soy definitivamente europea.
* Este artículo se publicó originalmente en la Edición Especial 2014 de la revista europea en línea Europe&Me y en cafébabel. Todos los derechos están reservados al autor y a Europe&Me.
Traducción José Vicente Bernabeu