Una cocina más delicada, a fuego lento, una cocina a la que apetece acercarse para calentar cuerpo y alma, frotarse las manos junto al fuego, aspirar el monte y el mar que se despliegan sobre la encimera.
Desde octubre, el campo se cuaja de setas, tesoros de las humedades con mil caras y mil delicados matices: carnosos níscalos para acompañar a un arroz con costillas, trompetas de la muerte con una ligera crema de oporto, magníficos boletus apenas salteados con un pellizco de pimienta y un huevo de corral frito y con puntilla, para mojar de alegría.
Otoño abre la temporada de caza, para aficionados a la carne con carácter, la que necesita del oreo y del tiempo, la que se acompaña de confituras, chocolates y salsas para darle «un poco de azúcar» a su hierro, su sangre y su fuerza... Otoño se llena de mermeladas de frutos rojos, moras, arándanos, grosellas, y de conservas de pimiento asado en casa. Y para frutos, los frutos secos y las castañas, versátiles y diferentes, que tan pronto ocupan tu corazón en forma de «marrón glaçe» como templan una mala tarde en forma de crema con crujiente jamón tostado.
De legumbres y moluscos
De las sopas frías, los gazpachos, salmorejos y ajoblanco hemos pasado, en un abrir y cerrar de cacerolas, a los pucheros, los platos de cuchara y las cremas. Resultona siempre la de calabaza, por sencilla y deliciosa, que brilla con unas gotas de aceite de oliva y piel de naranja. Y si es por colores, en verde una crema de brocoli - «la verdura total», llena de vitaminas C y A, carotenos y antioxidantes - con picante queso Stilton, o una delicada y blanquísima crema de coliflor, «Crema de la Reina» con limaduras de trufa... si eres (muy) afortunado será piamontesa, «blanca de Alba», blanquísima.
La primera tormenta, en mi memoria gustativa, ha quedado inevitablemente unida a un goulash en una granja de Hungría, con crujientes zanahorias y nabos, carne de ternera y panceta de cerdo, concentrado de tomate y una buena dosis de paprika, el pimentón autóctono que te acompaña días y noches. En caldero de hierro, sin tiempo, sin prisa, cocinado con su caldo, sus verduras, el vino de la casa a sorbos y una rebanada de pan negro con mantequilla, el goulash nos sonrojó las mejillas y apenas notamos el agua que inundaba el cobertizo y los truenos que traía la estación recién estrenada.
Otoño son las legumbre, que podrían ocupar toda una colección de enciclopedias y en España tenemos variedad como para llenar nuestro mapa y el vecino. Pote gallego, con sus alubias, las nabizas y la manteca; cocido madrileño o maragato pero siempre completo; carillas, pochas con perdiz, alubias pintas con hojas de col y piparras picantes, lentejas, fabes y, el colmo de la perfección, garbanzos con espinacas y bacalao.
Porque no nos podemos olvidar del mar que, en esta época, vive la mejor temporada para sus mariscos y sus moluscos. El otoño es sin duda el momento de conocer el plato más popular de la capital de la Europa comunitaria, los mejillones a la belga, moules et frites, abiertos al calor de una salsa de mantequilla, apio y cebolla y acompañados de patatas fritas.
Los mejillones, si son gallegos, mejor, como los percebes, los berberechos y las nécoras y si eres aficionado/a a las ostras, con los fríos otoñales miles de amantes de este apreciado «ser» viajan a la costa de Irlanda para disfrutar de Festivales de la ostra como el de Hillsborough, en el Ulster, o el de Carlingford, al este del país. Las de aquí, dicen, tienen una gordura y una textura únicas aportada por la cantidad de plancton del Atlántico del que se alimentan.
Otoño e invierno son temporada de pescados azules como el plateado jurel, también llamado chicharro pero entre el hielo de la pescadería rebosan, para más gozo, merluzas, doradas, rapes y bacalaos.
¿Y de postre? cítricos, vitaminados y mineralizados, mandarinas, naranjas, pomelos y naranjas, en flan, bizcocho, sorbete o mousse, preparados con miel o a mordiscos, según el día. Las uvas, dulces y frescas, no tienen mejor momento, ni las granadas, pepitas lujuriosas de zumo de rubí.