Varias preguntas han surgido como más urgentes ante la tragedia de París. Algunas han sido ya contestadas y otras quedarán para la especulación: ¿quién lo hizo?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿cómo ha sido posible el múltiple crimen?, ¿cuáles serán las consecuencias?, ¿cómo se pueden evitar repeticiones?, ¿sirve de algo la experiencia de otros países que antes han sido víctimas, como Gran Bretaña y España?, ¿cómo la sociedad francesa y la europea pueden protegerse?, ¿cuál puede ser la reacción del orden político francés y europeo?, ¿cómo pueden colaborar otras potencias, como Estados Unidos?, ¿si esto es una guerra, debe la Organización del Tratado Atlántico (OTAN) intervenir?, ¿cuál puede o debe ser la actuación de actores hasta ahora mudos, distantes o cómplices ante incidentes anteriores?
En primer lugar, las señales iniciales ya demostraban que los ataques terroristas tienen la marca de los sectores radicales de origen islamista. Sus motivaciones van más allá del puro asesinato: las acciones, como toda estrategia terrorista, tienen como fin a medio plazo el implantar el pánico, obligando a las fuerzas de seguridad a oscilarse desde la prudencia a la hiperreacción.
Más allá, la ideología diabólica, que en numerosos casos se refugia en la autoinmolación, tiene por objetivo último el incitar a los gobiernos democráticos a actuar más allá de los límites de sus propias leyes.
O sea, el guion incluye la reconversión de la democracia en autoritarismo y agente de la represión. Ante la incertidumbre y la seguridad, lamentablemente, la ciudadanía de una democracia puede reclamar la protección indiscriminada, tanto en Europa como en otras regiones.
En segundo término, lo cual resulta más preocupante, es que las defensas de un Estado como el francés al cerrar las fronteras más allá de la limitación del espacio de Schengen pueden resultar inútiles. Los agentes del terrorismo pueden haber llegado de distintos orígenes, no solamente del exterior, sino que tristemente han estado plenamente instalados en la propia sociedad francesa. Ese detalle explica la relativa facilidad con que los perpetradores de los atentados han cumplido con sus planes.
No habrán tenido necesidad de trazar planos o basarse en datos de GPS para aplicarlos a una operación desde el exterior. Sencillamente pueden haber estado ensayando sobre el terreno lo que ha sido una rutina en sus paseos, como ir a un estadio, a una discoteca o deambular por un boulevard conocido.
En este contexto, ¿cree el primer ministro británico David Cameron que Gran Bretaña va a estar más segura fuera de la Unión Europea, con las fronteras selladas y exigiendo pasaportes para viajar por el eurotunel? ¿Ha estado más segura España luego de superar el trauma de Atocha, una vez que el gobierno de José María Aznar dejó de insistir en la mentira de que los atentados fueron obra de ETA?
Ante esa estrategia, poco pueden hacer la sociedad francesa o la europea en general. Pero, por lo menos, ahora es cuando mejor debe comprobarse la grandeza de una democracia que ha costado muchos esfuerzos en apuntalar, tanto en cada uno de los países, como en el conjunto de la Unión Europea (UE).
Debe enfrentarse a los cantos de sirenas infernales que pretenden imponer una reacción racista. Hay grupos y partidos en Francia y otros países europeos que están esperando una oportunidad de oro para ocupar el lugar protagónico que en circunstancias normales no les pertenece. Marine Le Pen no es una excepción, tristemente.
En ese contexto, los países colindantes del escenario europeo (como España, Italia, Alemania y también Gran Bretaña) deben estar convencidos de que, con o sin Schengen, el terrorismo, como los huracanes y la contaminación atmosférica, no se frenan con meras medidas policiales.
Ahora más que nunca, en Madrid, Berlín y Londres debe decirse en voz alta que todos somos parisinos, como en su momento dijo el diario francés Le Monde: «Todos somos americanos».
Finalmente, habrá que explicitar de forma clara y pertinente un código preciso de conducta. Estará dirigido a las potencias y oportunistas que han permanecido silenciosos, cubiertos por sus monarquías corruptas medievales, sus variantes de totalitarismos de viejo cuño, o ejerciendo vergonzante oposición al «imperialismo» occidental. De veras, habrá que espetarles: ¿están con la civilización o la barbarie?
Y si, para que algunos reacios entren en razón, hay que mandar dos o tres portaviones Charles De Gaulle (posible causa de los atentados, por haberse dejado ver cerca de las playas de Siria), sea. ¿Cómo se debe encarar el grave problema de la subsistencia de regímenes fallidos, seudoestados que no sirven para nada más que la represión interior?
Y si, ya a años luz de la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial, origen del Día de los Veteranos (Armisticio), que se conmemoró el día anterior de los atentados (otra excusa de los terroristas), el presidente Barack Obama tiene que desdecirse en su promesa de no implicar «botas sobre el terreno», puede no quedar más remedio.