Pienso en ello cuando veo repetido (rectificado) por enésima vez un mapa profético: el del cálculo de las fechas de desaparición de los medios de papel. Nuevos «expertos» que trabajan para multinacionales, tecnófilos rabiosos y «rebeldes» sumisos de las redes diversas insisten en ello. También lo hace otro público, variopinto, que incluye a periodistas empeñados en suicidarse en una especie de apocalipsis del oficio. Miramos embobados (me incluyo) ese mapa en el que sus fechas fatídicas tenían 15 años menos hace dos décadas. Mi impresión (paralela) es que los poderosos dueños del desarrollo digital son dioses distantes que dictan sus biblias particulares sin querer escuchar objeciones. Y a caballo entre las nuevas tecnologías, la difusión cultural y el periodismo defienden (vaya, si lo hacen) sus intereses económicos y políticos. ¿Podemos, al menos, concluir que los mismos cartógrafos de la profecía ya se equivocaron hace años?
Quizá el papel está abocado al exterminio, no lo sé; pero creo que hay que pensarlo más y hablar de los intereses precisos de los profetas del exterminio. ¿Por qué insisten tanto? Sospechosamente, muchos de los nuevos gurús y sus editores obedientes reducen día a día cualquier posibilidad de defensa colectiva del periodismo. Como dice Ramón Lobo, quieren convertir lo impactante en importante. Y convertir es rentabilizar. Para esa tarea encubierta, contaron primero (siguen haciéndolo) con la prédica extensiva de la televisión basura; ahora con las redes sociales que se entrecruzan con el nuevo periodismo, el bueno, el feo y el malo.
De modo que los poderes neotecnófilos apartan rápido, de un manotazo, los ejemplos en los que el papel y el periodismo digital se reacomodan mutuamente. Eso me lleva a sospechar. Porque veo ejemplos de reacomodo mediático de lo impreso y lo digital. En Berlín, algunos periódicos han aumentado sus ediciones impresas de fin de semana para no tener que mirar el listoteléfono o para no abrir otra vez el ordenador (fastidio rutinario). En París, Le Journal du Dimanche resiste, sigue cumpliendo una función social que lo digital hace peor: si salgo a comprar la baguette, en el kiosko recreo los titulares de todo tipo de publicaciones sin tener que apuntarme (fatiguita) a nada electrónico. Y sencillamente me da el aire.
Es un placer en el que confluyen varios detalles. En España, la venta de diarios cae drásticamente, pero mucha gente al ir a comprar su periódico, pasea. Así de sencillo. El paseo dominical sirve para dar una vuelta con los amigos o la familia. Echo un vistazo al periódico habitual (y a su suplemento) en Madrid, en la plaza de Olavide. «Yo ya lo he leído», replica un amigo tecnófilo un poquito histérico. Responde a lo que no le hemos preguntado. «Bien, de acuerdo, no lo cuestiono; pero estás alzando el tono y quizá ya no sabes qué placer te pierdes al ensuciarte los dedos», le contesto. Con frecuencia, yo también he ojeado (electrónicamente), antes de salir de casa, lo mismo que el replicante, pero el repaso del diario impreso forma parte de mi lentitud dominical. Es calidad de vida, como el ritual de ir a comprarlo. Al diablo, con la pantallita.
Silencio redaccional y ruido electrónico
Otro aspecto que me parece hoy inquietante, cuando visito las redacciones de los grandes medios, es que los periodistas de a pie son más silenciosos que antes. Apenas hablan entre sí. Todos están conectados con el más allá. El silencio se impone. Constato la profecía del exterminio de lo impreso, junto a la mayor soledad y silencio de los profesionales de la información, por no hablar del deterioro de sus condiciones laborales. Y todos hablan mal de sus editores, persisten las inquinas de toda la vida; pero, además, parece que hablar entre sí o llamar por teléfono, contestar las llamadas, resulta agotador. El periodista que nunca contestaba el teléfono era un clásico: la llamada podía ser de un televidente o de un lector pesado. Pocas veces era una noticia. Pero ahora los teléfonos del autor de la noticia no son fáciles de obtener. Las centralitas de los medios son como una barrera. Si un televidente quiere protestar, tiene que ir a un sitio de Internet y rellenar un formulario electrónico. Pero ante los errores de la información, esa persona lo que necesita quizá es dar un grito, no cumplir un trámite. El formulario es como un reflejo de impotencia.
Como periodista, a veces estoy contento con los nuevos tiempos. Encuentro nuevas vías rápidas de documentación, por ejemplo; pero no todo está mejor. Cuando me toca debatir algún detalle de mi crónica, con colegas de Bruselas, a veces están –como yo- en su casa, con su pantalla y su teclado en la cocina, haciendo la cena. No hay una voz cercana como cuando trabajaba en una redacción multitudinaria. Cada uno estamos en nuestro cubículo. Tengo la impresión de que ambos estamos a merced de lo que esté escupiendo la muchedumbre histérica y ultratecnófila. Inquietos porque el ruido electrónico difunde toneladas de basura, que puede adquirir perfiles de impacto. Estamos reducidos y amenazados por millones de intercambios absolutamente banales. Por la algarabía electrónica.Y menos mal que sigue habiendo algunos grandes medios de referencia.
Redes sociales, sin trabas y sin impuestos
Tenemos, por fin, aparentemente en otro apartado, el comportamiento agresivo, políticamente insolidario, de los nuevos poderes multinacionales que controlan ese mundo interesadamente visionario, aún más deslavazado que estas líneas. «Twitter Spain cerró su primer ejercicio declarando unos ingresos inferiores al millón de euros y un beneficio neto de 46.772,5 euros, tras una provisión para el impuesto de sociedades de solo 26.067 euros, según sus cuentas anuales, recién depositadas en el Registro Central de Madrid».
Desde el punto de vista legal, es una empresa que no factura directamente a sus clientes. Twitter Spain, como Google, Apple, Amazon, eBay, Microsoft y Facebook, apenas facturan en el mercado español (El País, 26 de agosto de 2014). Twitter Spain, como Apple (conquistadores de la Puerta del Sol, junto a Vodafone) o Facebook (Caralibro), facturan desde Irlanda. ¿Hasta cuándo será posible esa «profundización democrática que propician las nuevas tecnologías»? ¿Nos creemos el cuento de hadas todos los días o empezamos a hacer preguntas molestas sobre los intereses que fomentamos a diario?
Tecnología, empresa y nueva fiscalidad
Ejemplo 2 de la semana: Emmanuel Macron (36 años) es el nuevo hombre fuerte del gobierno francés, tras el primer ministro. Está a cargo de la cartera de Economía, de Industria y de lo Digital (numérique). Cuando era jefe adjunto del gabinete de François Hollande «fue quien intercedió a favor de los 'pigeons', los patronos que se habían levantado contra el aumento de impuestos de las plusvalías de cesión de empresas, hasta que el gobierno dio marcha atrás» (Le Monde, 28 de agosto).
Quienes se autodenominan pigeons son –sobre todo- empresas vinculadas a las nuevas tecnologías, en varios casos con vínculos claros con Sillicon Valley. Según Le Monde, fue Macron quien organizó una cena decisiva de François Hollande y representantes de ese sector cada día más poderoso. Fleur Pellerin, flamante ministra de Cultura en el gobierno Valls 2, está también considerada muy próxima a esos nuevos grupos high-tech. Y el gobierno Valls 2 tiene pendiente una nueva ley que regule el mundo digital francés en todos los sentidos (incluidos impuestos, claro). ¿Dónde queda la ideología (ese asunto de anticuarios) en todo esto? Está por ahí, como una referencia menor que los intereses, pero antes de dar el portazo de salida, el antecesor de Emmanuel Macron, Arnaud Montebourg, describió «el alineamiento (de Francia) con los axiomas ideológicos de la derecha alemana». Son gente que cuando se les habla de víctimas sociales de sus políticas, responden con el mantra de la profundización democrática, el crecimiento de las nuevas posibilidades digitales y el inminente (mayor) crecimiento generalizado. Siempre añaden: «A medio plazo, también habrá empleo».
Trabajadores intermitentes e industria de la cultura
Ejemplo 3. La plataforma estadounidense Netflix prepara su aterrizaje en Francia y sus interlocutores son los ya mencionados. Entre los temas a debatir, la fiscalidad; pero Netflix ya ha preparado su sede social europea. No está en París, sino en Luxemburgo. La defensa, financiación y distribución de la creación cinematográfica francesa (y europea) están sobre la mesa de discusiones. El lucrativo entorno creador de juegos de vídeo está también incluido en el debate. Los mecanismos legales existentes en Francia en defensa de los sectores cinematográfico, audiovisual y cultural, están amenazados. Y el movimiento reivindicativo de los llamados «intermitentes de espéctaculos» (sonidistas, reporteros gráficos, músicos, realizadores, etcétera), que se desarrolló este verano, especialmente durante el festival de Aviñón, muestra que hay inquietud por todo ello. Miles de empleos están en entredicho. Pero no es un asunto exclusivamente francés, sino europeo. Es en el seno de la Unión Europea donde hay que concluir una política común que no fomente los puertos corsarios internos. Porque hay capitales que actúan como los antiguos corsarios que enarbolaban banderas de conveniencia.
Por otro lado, en Francia, los editores y libreros están hartos de los manejos, maniobras y amenazas de Amazon, a quien acusan de dumping (comercio desleal). Desde luego, eso tiene que ver con la cultura y con la gobernanza de la Red. Tiene que ver con muchas otras cosas, como el control y apertura de nuevos dominios, que implican facilidades de acceso a la venta de determinados bienes y servicios. Y también con causas políticas, claro. En todas estas batallas soterradas (o públicas) aparecen las burlas y chantajes contra quien se opone a los nuevos señores de la guerra digital. O simplemente, hacia quien desconfía de los cuentos de hadas. Los malos parecen ángeles siempre benefactores y quienes dudan vendedores de muebles viejos. Antiguallas. Siempre esconden los intereses de las nuevas multinacionales con el tópico por delante: «hay un mundo nuevo frente a otro viejo que se resiste a morir». ¿Sólo se trata de eso?
Del espionaje planetario, con conexión directa al tiburoneo universal al que nos referimos, ya casi no se habla (apenas de anécdotas relativas a Assange y Snowden). Ah, sí, el soldado Bradley Edward Manning se llama ahora Chelsea Elizabeth Manning. Ha sido autorizado a cambiar de sexo en prisión. De las negociaciones globales inter-atlánticas tampoco sabemos apenas nada. Informativamente, se trata con el mayor sigilo casi todo lo referido al decisivo Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP). Eso no es buen presagio para la información, el periodismo, la pluralidad o la industria cultural de Europa. Y ciertas voces dicen que el gran pichón transatlántico quizá tiene garras de buitre. ¿A quién le interesa que sepamos bien todo eso? Desde luego, no a quienes siguen hablando de Blancanieves y Caperucita. No les interesa nada de nada.