Porque si triunfara el Brexit, los secesionistas se proclamarían -otra vez, en un lugar más- verdaderos europeístas. «No pueden sacarnos de Europa contra nuestra voluntad», razona Sturgeon (The Independent, 21 de febrero). Los nacionalistas de Escocia se reanimarían para ofrecer oxígeno a otros (en Flandes, en Cataluña, en Lombardía). Sus distintos cuestionamientos de sus estados correspondientes tienen perfiles dispersos, pero hablamos de las regiones más ricas (¿o privilegiadas?) de esos estados en los que se insertan. ¿Nos convencerán al final de que esa acumulación de rupturas favorece una mayor unidad europea?
Y después de las regiones citadas, donde sus reclamos económicos surcan el cielo sobre la alfombra mágica de un discurso sentimental (de viejo romanticismo político), otras fallas secesionistas recobrarían fuerza. Entre los nacionalistas de otros territorios menos ricos como Córcega, por ejemplo, o entre las regiones ultraperiféricas de Francia, Portugal o España. ¿Puede interpretarse ese potencial aumento de los separatismos como más y mejor Europa? Esa idea parece orwelliana.
Porque (ejemplo muy distinto) la República de Irlanda se mantendría en la UE, pero el territorio de Irlanda del Norte (bajo soberanía británica) se convertiría en región fuera de la UE. Y precisamente, la pertenencia simultánea de la República de Irlanda y el Reino Unido a la Europa unida fue un acicate, un elemento fundamental para la firma del Acuerdo de Paz de Viernes Santo (1998). Incluso el protestante Partido Unionista del Ulster, histórico enemigo (conservador) de la reunificación de Irlanda, ha declarado que prefiere el mantenimiento del RU en la Unión (Belfast Telegraph, 5 de marzo).
Tampoco es que las relaciones exteriores propias de la UE sean muy fuertes, pero existe en muchos casos. Cabe avanzar. Respecto a la posibilidad de políticas de defensa independientes de los Estados Unidos, «sin Londres, París se sentiría muy solo en la Unión», ha advertido Denis MacShane, exministro laborista de Asuntos Europeos.
El Brexit contra el soft power británico
Los británicos deberían recordar que si todavía una parte de sus élites mantiene un cierto soft power intelectual eso pasa por su lengua común con los Estados Unidos. No es seguro que eso funcionaría del mismo modo tras la ejecución del hipotético Brexit. En Bruselas, el francés y el alemán recuperarían espacio en las instituciones. El inglés no desaparecería (ni mucho menos, claro), pero tampoco sería ya esa lengua «un poco más oficial que las demás», tal como parece hoy en las instituciones europeas. Entre los socios, sólo Malta y la República de Irlanda mantendrían el inglés como idioma oficial en países de la UE. Así que no es improbable que el alemán y el francés recuperaran terreno, poco a poco, hacia un mayor equilibrio lingüístico en la Unión.
Y hay que decirles a nuestros conciudadanos europeo-británicos, que si se marchan, quizá les demos las gracias por permitir una mayor posibilidad de reconstrucción de la integración federal europea. Puede que la City no lograra continuar siendo el otro eje (invisible) del euro. Londres perdería su predominio financiero. En Bruselas, quizá la Europa social se rearmara mejor, sin ese machacón discurso tan dañino ‘de-los-mercados’ que nos llega a este lado del Canal de la Mancha desde mucho antes de la crisis, desde la época de Thatcher.
A los conservadores, hay que decirles también que una buena parte de la actividad económica que gira en torno a la City, podría tener la tentación de cambiar de base, tras estudiar pros y contras, hacia un mercado mucho mayor, plural y que tendría –no sabemos, pero es otra posibilidad- un euro más social y menos contestado. Incluso desde la óptica de los gurús financieros al uso, Amsterdam, Frankfurt del Main, París o Milán, podrían desarrollar servicios que hoy parecen regalarse a Londres.
En The Guardian (28 de febrero) se han preguntado sobre el impacto en otros aspectos variopintos. En el deporte, por ejemplo, sobre los derechos audiovisuales, el libre movimiento de futbolistas (¿tendrían visado automático para ‘trabajar’ en clubes ingleses?). Sobre la capitalidad cultural europea rotatoria, que proclama la UE y que perderían para siempre las ciudades británicas. Sobre las industrias culturales y los proyectos de investigación europea en los que universidades británicas resultan muy favorecidas (22% del total aportado por Bruselas en el conjunto de la UE, nada menos). A no olvidar tampoco las implicaciones en el turismo y los beneficios en los servicios de salud para los expatriados británicos en Francia, Italia, Grecia y España. En el RU, como en otros países, se dan por descontados también los beneficios de ciertas políticas medioambientales o relacionadas con la agricultura. ¿Pagaría el Gobierno británico a sus zonas rurales, a sus agricultores y ganaderos, lo que ahora son subvenciones europeas?
Sus famosos servicios, las mercancías que pasan por el RU como base preferente de la globalización, podrían encontrarse de repente con filtros inesperados propios de países ajenos a la Unión. ¿Y si nos encontramos con la agradable sorpresa de que los tratados inter-atlánticos (en marcha) sufren un frenazo hasta ver que da de sí el posible Brexit?
¿Y si las prédicas habituales (ese enorme soft power) de medios británicos como The Financial Times o The Economist, pierden vigor tras el Brexit? Quizá sería una buena noticia para evitar «la descomposición de la UE» que denuncia Yanis Varufakis. El éxito del Brexit se convertiría en un éxito europeísta, quién sabe, contrario a los austericidas. ¿Y si el Brexit se convierte en derrota de una cierta ideología financiera y de las troikas predominantes?
Precioso aislamiento decimonónico
En las elucubraciones conservadoras sobre el Brexit está -consciente o inconscientemente- el regreso a la decimonónica idea de la splendid isolation. Ese concepto político (también invento propagandístico) de los gobiernos conservadores del pasado (Disraeli y otros), de la época de predominio estratégico del Imperio Británico (finales del XIX).
¿Es posible en el siglo XXI y en un país –de todos modos- pequeño como el Reino Unido, instalar de nuevo la idea de que los soberanismos autoproclamados pueden concretarse en países idílicos dispuestos en una Europa dividida en compartimentos estancos, que luego pueden recomponerse caprichosamente -a voluntad- como un puzle geopolítico? Absurdo.
Conclusión personal: quizá el Brexit camina hacia su propio laberinto. En Bruselas y París, más discretamente en Berlín, no falta quien expresa con claridad las viejas ideas de Charles De Gaulle. Si se quieren marchar, que lo hagan de una vez. Llevan decenas de años chantajeando al resto; cada paso hacia una Europa más social y reforzada institucionalmente resulta fallido por culpa de los fantasiosos euroescépticos. Hasta el euro, si se mantuviera, podría cobrar vigor político y económico. Europa, de acuerdo, sería un espacio económico; pero podría volver a repensarse en términos sociales y de derechos de sus ciudadanos. Así que como ha dicho el belga Paul Magnette, presidente de Wallonia (región de Bélgica): «Es sencillo: si Gran Bretaña no quiere estar dentro, pues bien, que se marche de una vez» . Terminaríamos con el indecente cheque británico, con los extraños lazos libra-euro y debilitaríamos la maldita City. Habría menos ambigüedad sobre las fronteras (ni-contigo-ni-sin-ti) contra los inmigrantes y refugiados. El debate del Brexit vuelve a ilustrar los detalles (desagradables) de esa sociedad de los niños ricos conservadores que tanto Cameron como Boris Johnson tan bien representan. Y no hablamos de los británicos que sufren su legislación laboral extremista.
Al menos, el mismo líder laborista, James Corbyn, y el joven ideólogo de izquierdas, Owen Jones, parecen haberse reconvertido tras dudar sobre qué preconizar respecto a la pertenencia británica a la UE. «Debemos –ha escrito Jones- permanecer en la UE, como primer paso para luchar por las profundas reformas que necesita». Su idea ahora es la de unirse a quienes –al otro lado del canal- defienden la idea de que otra Europa es posible.