Todos nuestros libros de texto mienten.
Lo que llamamos historia
no es para estar orgullosos.
W. H. Auden
J. F. Kennedy fue blando. Lo cierto es que la época, la guerra fría no estaba para bravatas. En octubre de 1961 tanques soviéticos y estadounidenses habían tomado posiciones con los motores en marcha y con munición pesada a ambos lados del Checkpoint Charlie, el puesto fronterizo de paso entre Berlín Este, la zona soviética y el Oeste controlado por los aliados occidentales. El régimen de la República Democrática Alemana había intentado restringir los derechos que como aliados tenían en Berlín los poderes occidentales, aún después de la construcción del muro.
Pero un año después, en 1962, la solución a la crisis de los misiles soviéticos desplegados en Cuba había permitido una cierta relajación en las relaciones entre Moscú y Washington.
El hecho es que el 26 de Junio de 1963 JFK viajó a Berlín, al oeste de la ciudad dividida, se plantó ante una multitud entusiasta y pronunció aquella frase famosa: Ich bin ein Berliner. Con un error tremendo, extraño para el siempre potente aparato de comunicación de la Casa Blanca. Porque si hubiera dicho Ich bin Berliner hubiera querido decir: yo soy berlinés, pero ein Berliner es un bollo, una berlinesa. Los berlineses entendieron literalmente que el carismático presidente de los EEUU era un bollo, aunque se sintieron arropados por su solidaridad. Bromas aparte, lo que el mundo entendió es que JFK se solidarizaba con el sufrimiento de la ciudad dividida, que era un berlinés más.
Pero Kennedy se fue y los berlineses del Este quedaron rodeados por el muro, sin posibilidad de pasar a Occidente. Y los del Oeste quedaron también cercados por la barrera, con grandes problemas para viajar hasta la Republica Federal por los tres corredores establecidos hacia el centro, el sur y el norte, a través de la RDA.
En Agosto de 1961, la RDA había erigido lo que llamaba «barrera antifascista» para evitar el éxodo masivo de su población hacia el Oeste.
Entre 1945 y 1961, tres millones y medio de alemanes del Este se pasaron al Oeste. En 1952 el régimen de Berlín Este comenzó a desarrollar la economía planificada, las condiciones de la población empeoraron, y en junio de 1953 tuvo lugar la gran revuelta en Berlín y otras ciudades del Este alemán, aplastada por los carros de combate soviéticos, un prolegómeno de lo que pasaría en Hungría y Checoslovaquia, a menudo olvidado.
La isla del Berlín Oeste, dopada con ayudas de la República Federal, se convirtió en el escaparate de Occidente, del mundo capitalista y democrático. Fueron años de esplendor en el Oeste alemán, con un crecimiento que llegaba al diez por ciento, paro cero y llegada masiva de mano de obra extranjera. Era la culminación del milagro alemán. Si bien es cierto que la mayor parte de las fábricas habían quedado intactas y sólo hacía falta darle de nuevo al botón.
Los aliados habían bombardeado sobre todo zonas civiles, el centro de Berlín o de Colonia, dejando intactas las periferias industriales. Lo que los aliados, soviéticos y occidentales, desmontaron después de la guerra fueron sobre todo instalaciones militares.
El Este, la RDA también se desarrolló en esos años, aunque menos que la RFA. En la década de los 50 hubo una incipiente industrialización basada en las viejas plantas que se atascó en poco tiempo debido a la economía planificada. Otra opción socialista fue levantar grandes combinados, complejos que producían desde maquinaria pesada hasta pequeños artefactos. Una de las grandes industrias relojeras del Este, en Glashutte, se dedicó durante décadas a hacer relojes baratos con los que inundó el único mercado posible, el del Este de Europa.
El estado paternalista germano-oriental proveía a los ciudadanos de un puesto de trabajo, fuera productivo o no. Las parejas se casaban pasados apenas los 20 años porque el estado les garantizaba una vivienda a bajo costo. Las mujeres se integraban en el trabajo, mucho más que en el Oeste. Todos los grandes combinados tenían guarderías y economatos.
Pero la llamada Republica Democrática no era un paraíso de libertades. Antes de la construcción del muro el 56 por ciento de los ciudadanos del Este alemán que se pasaron a Occidente alegaban razones políticas para huir. Apenas el diez por ciento, económicas. En los años 80, según las encuestas de la época, el 71 por ciento ponía en el primer puesto de sus preocupaciones la falta de libertad; las presiones políticas en segundo y en tercero, la falta de libertad para viajar. Se producían bienes, la RDA se convirtió en la segunda potencia del bloque oriental, pero no había libertades. La Stasi, el Ministerio para la Seguridad del Estado, forzaba a que cada ciudadano fuera un espía, de su padre, de su amigo o de su vecino. La actas se acumulaban en los depósitos del Ministerio, pero lo datos no se procesaban. El Estado sabía todo de todos, menos una cosa fundamental: que el mismo Estado estaba entrando en una crisis que le llevaría a su desaparición.
El muro de Berlín se convirtió en la atracción turística morbosa de la ciudad dividida. En el Oeste, los visitantes se plantaban ante aquella obra ingente, subían al mirador instalado frente al desierto de la Potsdamer Platz, el antiguo corazón de la ciudad, ahora dividido, intentando comprender. En el Este, los dirigentes mostraban con orgullo a sus invitados la barrera contra el capitalismo...
Muchos años después de la visita de Kennedy, el entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, fue mucho más enérgico en su visita a Berlín, mucho más conciso. Pero los tiempos, el clima político en las relaciones Este-Oste y la dirección en Moscú habían cambiado.
En junio de 1987, Reagan se plantó ante la puerta de Brandenburgo y dijo: ¡Secretario General Gorbachov, si busca prosperidad para su país y el Este de Europa, venga aquí y derribe este muro!
En la Casa Blanca hubo polémica sobre la redacción de la frase. Algunos miembros del staff de Reagan temían que pudiera tensar las relaciones con Gorbachov con el que el presidente mantenía una buena amistad. Pero la frase salió adelante, aunque, como suele suceder en momentos históricos, el discurso y la frase de Reagan tuvieron poco eco en los medios. Pocos pensaban que esas bravatas tuvieran repercusiones y muchos que el muro seguiría levantado durante décadas.
Sin embargo, la nueva dirección soviética ya estaba haciendo cambios, una política de reforma y de apertura.
En los años 80 todo había cambiado. La RDA se fue endeudando progresivamente. La economía planificada no funcionaba. En 1985 se produjo un cambio histórico en la URSS. Llegó un nuevo dirigente relativamente joven, Mijail Gorbachov, con una visión y un espíritu distintos a los de la vieja guardia, los Kruschov, Bresnev o Chernienko. La economía soviética estaba atascada, el aparato militar, anticuado y el presidente Ronald Reagan había comenzado a jugar el póker político-militar quizá más barato y exitoso de la historia: la guerra de las galaxias. Con unos cuantos videos intentaba demostrar que el nuevo sistema defensivo norteamericano, apenas un estudio, sería capaz de interceptar cualquier ataque nuclear soviético.
Moscú se lo tomó en serio. El viejo aparato militar no servía y había que recortar gastos en este sector. Había que modernizar el país, preocuparse de los asuntos internos y acabar con la doctrina Bresnev de intervenir en los asuntos de cualquier país de la órbita soviética, como sucedió en Praga en el 68, en Hungría el 56 y en la RDA el 53. Esto producía cierta incredulidad.
En la última cumbre del Pacto de Varsovia en junio de 1989, en Bucarest, Gorbachov levantó su copa y dijo a sus aliados: hasta aquí hemos llegado; a partir de ahora cada uno debe seguir su camino. Remachaba la doctrina de no intervención en los antiguos países satélites.
Un mes antes, Hungría había cortado la alambrada en su frontera con Austria. Miles de alemanes del Este comienzan a huir a Occidente a través de esta frontera a partir del mes de agosto.
Gorbachov llega a Berlín Este en octubre para participar en el 40 aniversario de la RDA, y la multitud le saluda como el hombre de la apertura, el patrón de la nueva libertad.
En Leipzig las protestas de los lunes a favor de una apertura del sistema socialista crecían semana a semana. Medio millón de personas se congregaron en la ciudad sajona el 9 de octubre sin que interviniera la policía. En Praga, los alemanes del Este inundaban la embajada de la RFA y viajaban al Oeste. El histórico dirigente de la RDA Erich Honecker cedió el puesto a un débil Egon Krez. El 4 de noviembre se registraba la gran manifestación de protesta en la Alexander Platz. El régimen estaba roto y desbordado.
Solo faltaba el absurdo para remachar el proceso. La confusa lectura aquella tarde del 9 de noviembre, del portavoz del Politburo, Gunter Schawobski sobre la autorización de los viajes al oeste que le acababa de ser entregada, que no entendía, y su confirmación de que entraba en vigor inmediatamente.
Siguió un cúmulo de informaciones apresuradas en los medios occidentales asegurando que el muro estaba abierto, el caos en la dirección germano-oriental, la concentración de berlineses del Este ante el paso de Borholmer Strasse, entre los dos Berlines, donde la policía de fronteras no encontraba interlocutor entre las autoridades, para que poco antes de la medianoche se levantara la barrera en aquel puesto y el muro fuera permeable, es decir dejara de existir. Todo en medio del silencio de la URSS- el embajador soviético se había ido a la cama a las diez de la noche, tras tomar un somnífero- y la perplejidad de los Estados Unidos y la República Federal. El canciller Kohl se encontraba de visita oficial en Varsovia.
Los movimientos reformistas del Este, que apenas una semana antes estimaban que el muro seguiría levantado durante muchos más años, que no pensaban en la unificación, fueron barridos en las elecciones libres del año siguiente por los partidarios de una Alemania unida, con el sueño de un nivel de vida y de libertades como en el Oeste. Un proceso que veinte años después se ha quedado a mitad del camino. El paro en el Este alemán dobla al del Oeste y una parte de la población oriental añora no el viejo estado, pero si alguna de sus ventajas sociales, la falta de agresividad de la sociedad capitalista, que como único sistema vigente tras la desaparición de los regímenes socialistas tuvo su particular «caída del muro» con la crisis del año pasado.
Pero esa es otra historia. Daniel Peral para euroXpress