La avalancha de artículos elegíacos sobre la ex primera ministra británica Margaret Thatcher publicados después de su muerte, el 8 de abril, es un buen indicador de cómo todos nos hemos convertido en thatcheristas, sin darnos cuenta.
Solamente quienes ya no gozan de sus años mozos advierten cuánto ha cambiado el mundo y la política por su acción de gobierno, hasta tal punto que sería correcto hablar de ella como de una «gran revolucionaria».
Para apreciar la dimensión del cambio, recordemos que inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, otros dos grandes acontecimientos tuvieron lugar: el fin del colonialismo y la emergencia del Tercer Mundo, y la formación de un poderoso bloque socialista, encabezado por la Unión Soviética, pero con retoños en África, América Latina y Asia; por ejemplo, Angola, Cuba o China.
Ambos acontecimientos tuvieron un efecto aleccionador en los sectores políticos y filosóficos identificados con el capitalismo, condujeron a la era de la socialdemocracia, e inspiraron el designio de establecer un orden internacional basado en la cooperación y la justicia social.
Esto llevó a que en 1974 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobara por unanimidad un plan de acción para un nuevo sistema de relaciones internacionales que permitiría a los países subdesarrollados regular y controlar las actividades de las corporaciones multinacionales, medidas dirigidas a reducir la brecha entre el Norte y el Sur y otras disposiciones que hoy serían consideradas como fantasiosas.
Se propiciaba la cooperación internacional como fundamento de las relaciones entre los Estados y se convocó la cumbre Norte-Sur que se celebró en Cancún en 1981.
Thatcher asumió el poder en 1979, y en Cancún conoció a Ronald Reagan, elegido presidente de Estados Unidos unos meses antes de la cumbre. Fue la primera prueba internacional para Reagan, que soslayó con desagrado cualquier diálogo sobre cooperación internacional.
Instigado y respaldado por Thatcher, simplemente dijo que Estados Unidos se había convertido en un gran país no gracias a la ayuda, sino mediante el esfuerzo de miles de individuos que construyeron sus ferrocarriles, fábricas y talleres. Sostuvo que Washington no contraería acuerdos internacionales por considerarlos contrarios a sus intereses y enarboló la fórmula de «comercio en vez de ayuda».
A partir de ese momento, la «revolución de Reagan» cambió el mundo. Se marginó a la ONU y se libró una implacable campaña contra el concepto de la sociedad y del Estado.
Thatcher declaró gloriosamente: «La llamada sociedad no existe. Existen hombres y mujeres de forma individual, y existen las familias».
Reagan se especializó en dar respuestas simples a cuestiones complejas. ¿La contaminación? «Los árboles contaminan, no las fábricas». Thatcher proclamó: «Vanagloriémonos de nuestra desigualdad». Catalogaba a Nelson Mandela de «terrorista», y más adelante alabaría al dictador Augusto Pinochet como «defensor de la democracia».
Poco a poco, los dos partidos conservadores, el Republicano estadounidense y el Conservador británico, sufrieron una metamorfosis antropológica.
Dejaron atrás el «conservadurismo compasivo», y se embelesaron con una ideología que exaltaba la riqueza, la aceptación de la injusticia como un hecho de la vida, la demonización del Estado y la divinización del mercado, y la convicción de que la asistencia social, los sindicatos y los demás instrumentos de equidad eran improductivos e innecesarios.
Reagan despidió a los controladores aéreos. Thatcher desmanteló los sindicatos de mineros del carbón y proclamó: «Marks y Spencer (la cadena de supermercados) ha derrotado a Marx y Engels». Reagan dejó a Estados Unidos con un pesado déficit y una creciente desigualad.
Cuando Thatcher ascendió al gobierno el nivel de pobreza estaba en el nueve por ciento, cuando lo dejó había aumentado al 24 por ciento.
Thatcher y Reagan abrieron el camino hacia la legitimación de los aspectos menos sociales de los individuos y la política: el egoísmo, la ostentación del poder y el estatus, y el credo de que los que más ganan son los mejores.
El director ejecutivo de JP Morgan, Jamie Dimon, le cerró la boca a un accionista en un debate diciéndole: «Tengo la razón porque soy más rico que tú».
Este tipo de cultura, desconocida antes de Thatcher y Reagan, ha engendrado los Madoff, los Berlusconi y los Murdoch de nuestros días.
Con el paso del tiempo, la marea ha crecido hasta causar la pérdida de identidad de la izquierda, neutralizada por la prolongada campaña hacia un capitalismo desbocado como la única solución.
Thatcher luchó eficazmente para que Gran Bretaña obtuviera privilegios especiales en la Comunidad Económica Europea, sembrando las semillas que cosecharon los escépticos del euro que ahora condicionan al gobierno de David Cameron.
Sus predecesores John Major y Tony Blair, y el mismo Cameron, han tomado decisiones -desde la guerra en Iraq hasta la extrema austeridad actual-, que no habrían sido imaginables sin el legado de Thatcher.
El sueño de una Europa unida está en serio peligro. No hay solidaridad entre Europa del Norte y Europa del Sur. Los intereses nacionales se están imponiendo sobre los comunitarios, tal como lo están haciendo en el plano mundial. El hecho es que no hay valores comunes capaces de consolidar la cooperación internacional.
En la actualidad no disponemos de un gobierno internacional, en el sentido real de la palabra. La ONU ha sido confinada a los temas del desarrollo. El mundo no es capaz siquiera de tomar medidas concretas para contrarrestar el cambio climático, que constituye una amenaza real para la humanidad.
Por el contrario, muchas compañías esperan con entusiasmo el deshielo del Ártico, por las perspectivas que se abrirían para el tránsito y la explotación de minerales e hidrocarburos.
Las finanzas están fuera de control y la desigualdad es escandalosa. En 2012, el capital apropiado por los 100 individuos más ricos del mundo creció en 240.000 millones de dólares, una suma que bastaría para resolver los problemas de la pobreza global.
Sin embargo, no se escucha ni una sola voz que pida la redistribución de ese descomunal beneficio. Puesto que esas 100 personas son ya enormemente ricas, no sufrirían demasiado si pagaran un impuesto a las ganancias del 75 por ciento.
Al presidente François Hollande, la tentativa de aplicar esta idea equitativa en Francia, lo ha convertido en objeto de escarnio.
El desastre financiero ha sumido a más de 100 millones de personas en la pobreza. Y, según Eurostat, el desempleo entre los jóvenes europeos ha llegado en 2012 al 22,4 por ciento.
¿Por qué se tolera todo esto, por qué no hay una verdadera reacción? Porque todos nos hemos vuelto thatcheristas.