Nada de lo que ha ocurrido desde entonces me ha convencido de que el libro de texto fuese excesivamente pesimista. Al contrario: era demasiado optimista. En la vida abundan las cáscaras de plátano y, cuando pisas una de ellas, es difícil recuperar el equilibrio, pero la propia unión monetaria se ha convertido en una piel de plátano gigantesca, pues induce corrientes de capitales que aumentan los costes en la periferia europea y el ajuste –es decir, la devaluación de la moneda– no es una opción.
Además, muchos de los libros de texto de aquella época no tenían en cuenta el sector financiero; así, pasaron por alto el detalle de que las corrientes de capitales hacia la periferia se encauzarían mediante los bancos y, cuando los capitales dejaran de afluir, las crisis bancarias rebasarían los límites de la hacienda pública de los miembros periféricos, lo que, a su vez, erosionaría aún más los balances de los bancos y limitaría la creación de crédito: el fatal circulo vicioso de la banca soberana del que tanto hemos oído hablar en los últimos años. Y ningún libro de texto predijo que la cooperación europea impondría una austeridad procíclica en los países afectados por la crisis, lo que crearía depresiones que en algunos casos nada han tenido que envidiar a las del decenio de 1930.
Ya hace algunos años que ha resultado evidente que la «UME realmente existente» ha sido un fracaso oneroso, tanto económica como políticamente. La confianza en las instituciones europeas se ha desplomado y están en ascenso los partidos políticos escépticos no sólo respecto del euro, sino también de todo el proyecto europeo. Y, sin embargo, la mayoría de los economistas, incluso los que ya de entrada nunca sintieron entusiasmo por la UME, han sido renuentes a afirmar que ha llegado la hora de abandonar el experimento fracasado.
En un artículo famoso Barry Eichengreen señalaba que una desintegración de la UME provocaría la «madre de todas las crisis financieras». Resulta difícil no darle la razón. Ése es el motivo por el cual economistas de todas las tendencias –tanto si apoyan la introducción de la divisa común como si no– han pasado los cinco últimos años formulando y promoviendo un plan de reformas institucionales y cambios normativos que proporcionarían un mejor funcionamiento de la zona del euro.
A corto plazo, la zona del euro necesita una política monetaria y fiscal mucho más relajada. También necesita un objetivo de inflación mayor (para reducir la necesidad de bajadas de los salarios y los precios nominales); un alivio de la deuda, en los casos apropiados; una unión bancaria propiamente dicha con un freno fiscal centralizado; y un activo «seguro» de la zona del euro que los bancos nacionales puedan tener, con lo que se saldría del fatal círculo vicioso de la banca soberana.
Lamentablemente, los economistas no han abogado lo suficiente en pro de una unión fiscal propiamente dicha. Incluso los que lo consideran económicamente necesario se autocensuran, porque la consideran políticamente imposible. El problema estriba en que ese silencio ha estrechado aún más el margen de posibilidades políticas, por lo que se ha renunciado también a propuestas más modestas.
Cinco años después, la zona del euro sigue careciendo de una unión bancaria propiamente dicha e incluso, como ha demostrado lo ocurrido en Grecia, un prestamista de última instancia propiamente dicho. Además, un objetivo de inflación mayor sigue siendo inconcebible y el Gobierno de Alemania sostiene que las suspensiones de pagos de las deudas soberanas son ilegales dentro de la zona del euro. El ajuste fiscal procíclico sigue estando a la orden del día.
La tardía adopción por el Banco Central Europeo de la relajación cuantitativa fue un avance digno de beneplácito, pero la decisión –enormemente destructiva– de las autoridades de cerrar el sistema bancario de un Estado miembro –por razones que parecen políticas– es un paso atrás mayor. Y nadie habla de una unión fiscal y política real, aun cuando nadie pueda imaginar que la Unión Monetaria Europea vaya a sobrevivir con el status quo.
Entretanto, el daño político sigue: no todos los partidos que protestan son tan proeuropeos como el de Syriza, que gobierna en Grecia. Y la política interior está resultando distorsionada por la incapacidad de los políticos centristas para abordar las preocupaciones de los votantes por las políticas económicas de la zona del euro y su déficit democrático. Hacerlo –se teme– equivaldría a un apoyo implícito a los escépticos, lo que constituye un tabú.
Así, en Francia el Presidente socialista, François Hollande, recurre a Jean-Baptiste Say, con el argumento de que la oferta crea su propia demanda, mientras que Marine Le Pen, del Frente Nacional de extrema derecha, llega a aprobar las tesis de Paul Krugman y Joseph Stiglitz. No es de extrañar que los votantes de clase obrera estén inclinándose a favor de su partido.
Una victoria del Frente Nacional en 2017 o 2022, que ya no es inconcebible, destruiría el proyecto europeo. Los ciudadanos de los pequeños Estados miembros de la zona del euro habrán tomado nota de la brutal politización del BCE a fin de lograr los objetivos de Alemania en Grecia y parecerá ineludible la conclusión de que la zona del euro es una «unión» peligrosa para los países pequeños. Si los partidos centristas siguen mirando desde la barrera, en lugar de protestar por lo sucedido, los extremistas políticos obtendrán mucho mayor margen.
En cuanto a los economistas como yo, que se han echado atrás a la hora de propugnar el fin del experimento del euro y se han mostrado partidarios de la reforma, tal vez haya llegado la hora de reconocer la derrota y abandonar. Si sólo los antieuropeos se oponen a la UME, el niño de la UE podría acabar tirado con el agua del baño del euro.
Desde luego, el fin del euro provocaría una crisis inmensa, pero háganse los lectores esta pregunta: ¿de verdad creen que el euro seguirá aquí en su forma actual dentro de un siglo? Si no, habrá tocado a su fin y el momento en que se produzca dicho fin nunca será el «oportuno». Entonces mejor será ponerse manos a la obra antes de que haya males mayores.