En 2000 había más de un centenar de compañías norteamericanas, que cada año superaban las dos mil representaciones profesionales. Nadie podía sospechar esta evolución de la ópera en USA cuando el tenor español Manuel García la introdujo en Nueva York en 1825. García llegó a los Estados Unidos con su esposa Joaquina Sitchez, también cantante, y sus tres hijos, María Malibrán, Pauline Viardot y Manuel Patricio, tres de las voces más célebres del siglo XIX.
Es esta una de las muchas peripecias que se cuentan en «La ópera. Una historia social» (Siruela), de Daniel Snowman, un extenso recorrido por la ópera desde lo que se consideran sus primeras representaciones en 1600 («Eurídice» de Jacobo Peri y «L'Orfeo» de Monteverdi) hasta la actualidad.
Snowman analiza la historia de la ópera no sólo desde el punto de vista artístico, sino también desde la política, la economía, la sociedad y la evolución de la tecnología. El libro viene acompañado oportunamente de un CD que recoge fragmentos de algunas de las óperas a las que se refiere.
Los primeros años
La ópera es una forma de arte en la que se intentan combinar todas las artes, como ya se venía haciendo, desde la antigüedad, con algunos espectáculos. Es la más compleja de las artes escénicas y también la más costosa. Durante los primeros años se impusieron los criterios comerciales a los políticos y las óperas se representaban para entretener al público, no sólo a los cortesanos. Como ocurre con el cine actualmente, quienes atraían a las grandes audiencias no eran los compositores y los músicos sino los cantantes, que gozaban de una gran popularidad, sobre todo las mujeres: Anna Renzi, Giulia Masotti, Felicita Chiusi.
La Iglesia tuvo que competir con los teatros para atraer al público a su música, y con el papa Urbano VIII la ópera llegó a Roma, pero sólo se representaba con actores hombres, entre ellos niños y castrati, que interpretaban argumentos edificantes.
Italia fue, por tanto, el territorio en el que nació la ópera en Europa y en el que muy pronto se instaló en las grandes ciudades. Dada la seriedad y el boato con el que la ópera se mira actualmente, cuesta creer que en aquellos primeros años los asistentes organizaran bullicios en la platea, donde las localidades, algunas de pie, eran más baratas, que hablaran con los actores durante la representación, riesen y jugasen a las cartas y al ajedrez, interrumpiesen con aplausos o tarareasen la melodía mientras se estaba interpretando.
En los palcos, donde se situaban los aristócratas, se prestaba poca atención a la música: se conversaba y se hacían visitas de uno a otro, y a veces se escupía sobre las gentes de las bancadas. En ocasiones también bajaban al patio de butacas para reír, charlar o vigilar otros palcos, en medio de un hervidero de gente siempre cambiante. La representación podía detenerse para agasajar o aplaudir a cualquier gobernante si se le ocurría aparecer por allí. La iluminación a base de grandes cantidades de velas provocaba daños en los ojos y malos olores, y fue la causa de muchos incendios (durante el siglo XIX se han contabilizado más de mil cien), el más importante de los cuales fue el del Covent Garden en 1809.
De Italia, la ópera pasó muy pronto a Francia, donde fue utilizada por una pequeña elite gobernante para su propio entretenimiento y para mostrar su autoridad. Tampoco se valoraba ni se tenían en cuenta ni la música ni la interpretación, hasta el punto de que era de mal gusto llegar puntualmente al espectáculo. En Londres la ópera cobró un gran impulso gracias a Jorge I y la Royal Academic of Music. También aquí las prima donna (Francesca Cuzzoni, Faustina Bordoni) eran más populares y cobraban mucho más que compositores como Händel, que estrenó aquí su «Rinaldo» en 1710. En Inglaterra se intentó sustituir la ópera italiana por producciones propias como «Beggar's Opera» de William Hogarth.
En Berlín se convirtió en un gran espectáculo para el que Federico el Grande ordenó construir la Berlin Staatsoper. En Viena, a pesar de ser otra de las grandes sedes de la ópera, los grandes compositores (Bach, Telemann, Vivaldi) eran artesanos a sueldo que componían y actuaban a requerimiento de los señores e iban de un trabajo a otro, de una corte a otra, de una iglesia a un teatro. Gracias al emperador José II la ópera fue en Viena el espectáculo cultural más apreciado. Mozart y Haydn compusieron sus mejores óperas durante los diez años de su reinado. Con el libretista Lorenzo Da Ponte Mozart obtuvo un gran éxito en esta capital con «La nozze di Figaro», un triunfo que repitió en Praga, donde estrenó su «Don Giovanni» entre grandes celebraciones. Pero también aquí el público acudía a la ópera atraído más por sus actores y cantantes que para escuchar la música: en «La flauta mágica», por ejemplo, para ver a su actor principal, Emmanuel Schikaneder.
De la revolución al romanticismo
En Francia, después de la Revolución Francesa, los gestores de la ópera tuvieron conciencia de que para mantener el espectáculo era necesario atraer a las masas. Con la llegada de Napoleón se creó una nueva aristocracia que acudía a la ópera para exhibirse y ser visto, más que por el gusto por la música. Beethoven, que acogió con esperanza la llegada del emperador, terminó enfrentado a él hasta el punto de cambiar el título de la sinfonía que iba a dedicar a su persona por el de «Heroica» y modificar el final de «Fidelio» cuando Napoleón fue derrotado, convirtiéndolo en una celebración universal de la libertad y la caída de la tiranía.
Tras el imperio surgieron los nacionalismos en Hungría, Polonia, Italia y Checoslovaquia, con compositores que introducían en su música reivindicaciones políticas. Smetana en Praga o Mussorgsky y Rimsky-Kórsakov en San Petersburgo y Moscú trataron de invocar con su música el carácter nacional de sus pueblos. La censura política, a la que se había enfrentado Verdi a partir de 1848, reprime ahora algunas de las manifestaciones culturales de los nuevos nacionalismos.
En la Europa posnapoleónica sólo un puñado de músicos era venerado: el resto sobrevivía pobremente. El mecenazgo comenzó a ser sustituido por el mercado, con la aparición de nuevas figuras como la del empresario y el editor, que se adueñaban de la propiedad de las composiciones que encargaban a los autores. Los cantantes seguían siendo los que ganaban más dinero, sobre todo las mujeres que, como Giuditta Pasta, María Malibrán o Giulia Grissi, amasaban grandes fortunas e imponían sus condiciones. Sin embargo comenzó a aparecer un público, los dilettanti, que amaba la ópera y apreciaba las obras de los compositores, al mismo tiempo que un grupo de personas pagadas para aplaudir en los momentos más destacados de la obra conseguían entrar de balde para formar parte de la claque.
En Nueva York la ópera contaba ya con un extenso número de seguidores que adoraba a sus estrellas, como la soprano Jenny Lynd, el ruiseñor sueco, cuya acogida, antes de dar más de cien conciertos durante una extensa gira por el país, sólo fue superada por la de The Beatles en los años sesenta del siglo XX. Caruso llegó a cantar seis óperas en tres teatros diferentes en el plazo de ocho días.
A finales del XIX la evolución de la tecnología permitió sustituir la luz de las velas por la de gas, que proporcionaba una mayor y más estable luminosidad. En estos años comenzó a imponerse la numeración de las entradas y fue Mahler quien, cuando se hizo cargo de la ópera de Viena, decidió prohibir la entrada a los espectadores una vez comenzada la representación. Toscanini, cuando dirigía la Scala de Milán, consiguió que se mantuviese la sala a oscuras, sin embargo no pudo eliminar la costumbre de los bises cuando un cantante era ovacionado.
Convulso siglo XX
En los primeros años del siglo XX irrumpieron las nuevas tecnologías que iban a cambiar los modos de escuchar ópera. En directo con la nueva iluminación eléctrica y en diferido a través del electrophone (del que Marcel Proust era usuario) y de la radio. Pero el cambio más trascendente se produjo con la aparición del fonógrafo (las primeras grabaciones de música clásica fueron de cantantes de ópera) y del cine, sobre todo después del éxito de «El gran Caruso», interpretado por Mario Lanza, y de «Carmen» de Cecil B. de Mille, con la soprano norteamericana Geraldine Farrar. Más tarde, la aparición de la televisión fue el otro elemento a favor de la divulgación popular de la ópera. A medida que se expandían las nuevas tecnologías y aumentaban las ventas de discos, iban descendiendo las de pianos y partituras.
En Alemania el nacionalismo musical, fomentado durante el reinado de Luis II de Baviera, estuvo representado por Wagner, pero en este país, a principios del siglo XX los gustos musicales no eran exclusivamente alemanes. Debussy, Ravel, Bela Bartok y Francis Poulenc formaban parte de los repertorios habituales. Puccini y Verdi eran los favoritos. Y los rusos: Rachmaninov, Prokófiev, Stravinsky. Durante los totalitarismos nazi y estalinista la ópera va a ser utilizada por los poderes políticos. Para Hitler la música ea como un arma coordinada por una fuerte autoridad estatal centralizada y por eso potenció la obra de Wagner y el Festival de Bayreuth. Mantenía con la familia del músico fuertes lazos de amistad (Sigfried, el hijo de Wagner, fue quien le había enviado a la cárcel de Landsberg el papel en el que Hitler escribió «Mi lucha»). Richard Strauss y Furtwängler también colaboraron con el régimen, junto a un jovencísimo Herbert von Karajan. En Italia, Verdi era adscrito por D'Annunzio al patriotismo cultural mientras Toscanini regresaba de Nueva York y se enfrentaba a Mussolini. En Rusia se prohibía «Lady Macbeth» de Shostakóvich.
Durante la Segunda Guerra Mundial la ópera se convirtió en una de las prioridades del régimen nazi. La música alemana se interpretaba por todo el Reich y en los países ocupados, mientras era financiada generosamente. Los bombardeos aliados destruyeron los teatros de la ópera de Alemania y Austria y La Scala de Milán.
Después de la guerra comenzó una costosa recuperación en varios países. Un anciano Toscanini dirigía un concierto en la reapertura de La Scala, mientras Gran Bretaña tomaba el relevo como potencia operística gracias a sir Thomas Beecham y al Festival de Glyndebourne, antes de que Estados Unidos se pusiera a la cabeza con el nacimiento de decenas de compañías y la construcción de grandes teatros como el Metropolitan, en Nueva York, Washington y Los Ángeles.
En las últimas décadas del siglo la ópera se globaliza. En Ciudad del Cabo, Estambul y Rio de Janeiro se convierte en uno de los espectáculos más atractivos. En Australia se construyen los grandes teatros de la ópera en Sidney y Melbourne, y en Asia se instala en Japón, Corea del Sur, China y Tailandia. Los repertorios se nutren de las obras históricas de referencia, si bien adaptadas a los nuevos tiempos en fondo y forma (entre el entusiasmo de unos y la indignación de otros), y se componen nuevas óperas que proponen montajes espectaculares que potencian la figura del director de escena, quien, en busca de la sofisticación y el espectáculo, experimenta con la fusión con el pop y otras manifestaciones de las artes escénicas contemporáneas. Las nuevas tecnologías aportan la implantación de los subtítulos, que terminan con la polémica de las traducciones originales, mientras los gastos del espectáculo, que sigue siendo el más caro, se reparten entre el patrocinio y la financiación pública, afectados ambos por la crisis.