Lo cierto es que en apenas un lustro del protagonismo de Suárez como jefe del gobierno de España (julio 1976-febrero 1981), la velocidad de los acontecimientos fue verdaderamente impresionante.
Todavía hoy en día, la llamada «transición española» a la democracia deja admirados a los expertos y es estudiada en universidades de medio mundo.
Esa transición (que se terminó, por decirlo así, «de golpe» con la intentona del teniente coronel Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981) tuvo, por lo menos, seis protagonistas, cada uno insustituible en su especial papel.
Ellos son: el rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga Iribarne (líder de la Alianza Popular, qua amaestró a la ultraderecha), Santiago Carrillo (cabeza del Partido Comunista), Felipe González (líder del Partido Socialista) y el general Manuel Gutiérrez Mellado (militar elegido por Suárez para controlar las Fuerzas Armadas).
Ahora solamente sobreviven el rey (todavía en ejercicio) y González, en retiro.
Pero, en sentido estrictamente activo, el más insustituible fue Suárez. El siempre quiso ser recordado como «un buen servidor del Estado y de los españoles, cualquiera que fuera su ideología». En cualquier caso, reúne un consenso generalizado.
Su papel como motor de la transición española de la dictadura (1939-1975)a la democracia fue decisivo. Tuvo la fortuna de servir como eje de una serie de coincidencias que necesitaban la acción de una figura pivotal, que se arriesgara a actuar.
Apostó fuerte, pero, en los momentos decisivos, contó con la colaboración y los medios imprescindibles para generar el cambio.
En primer lugar, hay que destacar el acierto del rey al darse cuenta de que la continuidad del sistema franquista no era viable, y que la reforma hacia otra manera de gobernar era imposible, si se sometía a la inercia de la conducta de unos dirigentes que no mostraban la visión y el coraje necesarios para romper amarras con las limitaciones impuestas por el régimen entonces existente.
De ahí que Juan Carlos prescindiera del transitorio presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro, rémora del régimen franquista, apostando por Suárez.
En segundo término, Suárez y el rey convivían con unos sectores que, aunque en cierta manera todavía actuaban desde el interior del régimen, consideraron que era posible una evolución práctica hacia algo diferente.
Suárez contó con tres corrientes de opinión insustituibles, la primera de ellas la de quienes con raíces franquistas comprobaban que el futuro no incluía la continuidad del sistema.
La segunda era la que, con ciertos vínculos en la España conservadora, se había instalado en la Europa reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la Democracia Cristiana, crucial en la consolidación de la democracia en Italia y Alemania, las potencias vencidas del Eje.
La otra es la que comenzó a infiltrarse con visos socialdemócratas, que luego se unirían con las miras nítidamente socialistas, cuando la resistencia interior logró arrebatar las riendas del partido al exilio, gracias a la activa labor de Felipe González.
Las tres corrientes, con los liberales y conservadores moderados, constituyeron la Unión de Centro Democrático (UCD), que no sobrevivió a la desaparición del liderazgo de Suárez.
En ese contexto, se debía conseguir la inserción de otros dos sectores.
El primero fue el de los comunistas, una vez que se descartó el proyecto erróneo de dejarlos fuera.
La aceptación de la monarquía como fórmula constitucional por parte de Santiago Carrillo fue clave. Fue la final adición a los «Pactos de la Moncloa», acuerdo para aprobar la Constitución.
Por fin, los sectores más reacios a la transición, el núcleo duro de los militares, tuvieron también que plegarse a regañadientes a las reformas de Gutiérrez Mellado.
La prueba del éxito de esta actuación que llevó a Suárez a ganar las elecciones preparatorias de la democracia en 1977 y a los primeros comicios ya con una nueva Constitución de 1978, en 1979, es sencillamente lo que estalló el 23 de febrero de 1981: el golpe de Estado fallido de Tejero.
Fue la reacción desesperada del sistema que veía que su vida se había acabado. El que pagó más el precio de la velocidad de estos acontecimientos fue precisamente Suárez, que se vio obligado a dimitir días antes del golpe, precisamente para evitar lo que intuía que se estaba cociendo, y cuya total historia todavía no se conoce.
Quizá deberá esperarse a que todos los protagonistas de aquellos momentos desaparezcan para que se conozca toda la verdad. De momento, nos queda el recuerdo a los que sabiendo su responsabilidad histórica, supieron corregirse y actuar, como fue el caso ejemplar de Suárez.