Jean Paul Sartre escribió precisamente con el título de «¿Que es la literatura?» (Ed. Losada, 1967) uno de los ensayos más lúcidos y también más controvertidos sobre el tema. Antes y después llegaron otras aproximaciones desde el marxismo, la semiótica, el sicoanálisis, el estructuralismo o los estudios culturales, de la mano de autores como Roland Barthes, Jacques Derrida, Tzvetan Todorov y otros pensadores que fueron añadiendo nuevas consideraciones al concepto de literatura. Las reflexiones de mayor aceptación han sido las que en los últimos años proceden del campo de la 'Literatura comparada', como los de George Steiner y, en menor medida, de lo que se viene llamando 'Filosofía de la literatura'.
En este último se sitúa la obra de Terry Eagleton, profesor de 'Teoría cultural' de la Universidad de Manchester, de quien se acaba de publicar en España su obra «El acontecimiento de la literatura» (Península), un ensayo entretenido, a pesar de lo que pueda parecer por el tema y el campo del que procede, gracias sobre todo a la utilización de un lenguaje liberado de la críptica terminología al uso y de un sentido del humor que se agradece en obras como esta.
La manía de la definición
¿Es necesaria una definición de lo que es literatura?. Esto es lo primero que se plantea Eagleton en el prólogo de esta obra, ya que, siguiendo a Wittgenstein, unas veces necesitamos una definición y otras no. Y no está muy claro que en el caso de la literatura tengamos esa necesidad. De hecho, no existe nada que podamos considerar como una definición exacta de literatura.
El primer planteamiento sobre lo que pueda ser la literatura procede de la consideración de lo que es la ficción. En principio parece que el requisito indispensable para que una obra sea considerada literaria sería que fuera ficticia, pero eso excluiría a las novelas históricas y a aquellas que se basan en hechos reales.
Ficción y literatura no son sinónimos y, por lo que se sabe, las obras literarias de mayor aceptación (y esto es extensible a otras formas de expresión como el cine) son aquellas cuyas historias resultan más verosímiles o se basan directamente en hechos reales. Frank McCourt escribió «Las cenizas de Ángela» como un relato verídico, pero todo el mundo consideró que era una novela. Sin embargo no deja por eso de ser una historia real.
Un obispo del siglo XVIII arrojó al fuego «Los viajes de Gulliver» mientras exclamaba indignado que no creía una palabra de lo que allí se decía. Por otra parte, si bien es cierto que la imaginación es una de las capacidades humanas más nobles, al mismo tiempo es también de las más infantiles y regresivas, tan próxima a la fantasía. Y ya se sabe que para el sicoanálisis, buena parte de lo que llamamos realidad no es sino pura fantasía.
La estética del lenguaje es otro de los requisitos que se aplican a la consideración de lo que es literatura. Pero, aparte de que lo estético es un valor variable cultural e históricamente (las obras de John Locke e Isaac Newton difícilmente serían calificadas hoy de literarias), la utilización de elementos lingüísticos y figuras retóricas no es en la actualidad monopolio de la literatura: «es posible encontrar tanta sinécdoque en los anuncios de jabón como en un texto de Heinrich Heine», dice Eagleton. Además, el valor literario es completamente independiente de la verdad o falsedad de las ideas de una obra.
En cuanto a la antigüedad, es una realidad que cuanto más remoto es un texto escrito más posibilidades tiene de ser considerado como literario. Las «Geórgicas» está considerada como una de las grandes obras de la literatura clásica. Hoy difícilmente sería considerada como literatura, ya que no es sino un manual sobre prácticas agrícolas.
Cinco serían las características que, según Terry Eagleton, sirven para identificar una obra literaria: la ficción, la moralidad (que arroje intuiciones sobre la experiencia humana), la utilización de un lenguaje realzado o figurativo, que no tenga utilidad práctica (como lo tiene por ejemplo la lista de la compra, dice Eagleton) o que constituya un texto muy valorado. Las obras que poseen todos estos factores son las que se consideran más literarias, pero la ausencia de alguno de ellos no es suficiente para dejar de considerar una obra como literatura.
De todas estas propiedades cualquier obra calificada de literaria debe tener, al menos, alguna, pero puede que dos obras literarias diferentes no tengan ninguna propiedad en común. Una novela de Agatha Christie tiene pocas similitudes con un soneto de Petrarca, pero no hay duda de que ambas sean obras literarias.
El valor de la literatura
¿Cuál es el valor literario de una obra?. Es otra de las preguntas que se plantean en este ensayo, dadas las opiniones diversas sobre la calidad de la literatura y sus objetivos. ¿Sólo es literatura la buena literatura?. ¿Es un oxímoron la expresión literatura popular? ¿Es la crítica literaria la que legitima la calidad de una obra?.
Tradicionalmente, el valor de una obra literaria era el de su capacidad para perturbar la ideología en el seno de la cual se sostenía, aunque a veces no es la interpretación de la obra por parte del lector la que condiciona este objetivo. Según Umberto Eco, los textos de una obra literaria pueden reforzar los códigos, además de cuestionarlos: en la Inglaterra victoriana se animaba a leer a los hombres y mujeres de la clase trabajadora para enriquecer su cultura, pero también para distraerles sobre sus privaciones. Para los comisarios culturales, en esa situación la lectura era una alternativa para evitar la revolución.
La desaparición de la novela
Para Luis Goytisolo sólo merecen el nombre de novela aquellos escritos que tengan una cierta calidad literaria. Por eso, para este escritor, no es que la novela ya no exista sino que lo que no existe es la buena literatura, sustituida en la actualidad por los best-sellers, una literatura de consumo que propicia la infantilización y el adocenamiento del gusto.
En «Naturaleza de la novela», premio Anagrama de ensayo 2013, Goytisolo afirma que el género de la novela ha dejado de renovarse, de abrir nuevos caminos, y quienes lo cultivan no hacen sino repetir unas mismas fórmulas con mayor o menor talento. El declive coincide con el auge de los productos audiovisuales y la pantallización de la cultura a través de la televisión, las consolas de videojuegos, el ordenador y los teléfonos móviles. Una situación, además, bendecida por unos planes de enseñanza que han eliminado unos conocimientos que incluían hace algunos años.
La pérdida de esos conocimientos explicaría en parte el éxito de los nuevos productos. El peligro de que la lectura se convierta en una actividad especializada, en algo prescindible para las mayorías, no es que constituya un riesgo para el futuro sino que, para Goytisolo, «ya estamos en ello». El verdadero problema es que la desaparición de la lectura conduce a la desaparición de la creación literaria: «Una vocación de novelista difícilmente va a surgir en quien se ha formado en un medio donde la cultura y los conocimientos adquiridos y el empleo del tiempo libre poco o nada tengan que ver con la creación literaria» (p.174).
La llamada crisis de la novela, que se viene manifestando desde la segunda mitad del siglo XX, está a punto de terminar con la desaparición de un género que ha durado alrededor de cuatro siglos. En esta obra Luis Goytisolo hace un recorrido por la historia de la novela desde sus primeras manifestaciones, dando una gran importancia para la evolución del género a la difusión de los textos bíblicos del antiguo y nuevo testamentos a raíz de la aparición de la imprenta, que facilitó la lectura en solitario.
Resulta muy interesante su distinción entre la novelística bíblica, inspirada en el antiguo testamento, en la que el mundo se presenta como una fuerza superior inapelable, y la evangélica, basada en el nuevo testamento, en la que el yo se enfrenta al mundo impulsado por un fuerte propósito. Goytisolo traza un hilo conductor de la novela cuyos orígenes sitúa en la epopeya clásica, el «Cantar de Roldán» y el «Mio Cid», que pasa por la «Divina Comedia», «El Decamerón» y «La Celestina» y desemboca en el «Quijote» como punto de partida de un nuevo género. Un género que se consolida en el siglo XIX con autores como Goethe, Stendhal, Balzac, Flaubert y Dickens. Que alcanza un alto nivel con la literatura rusa (Tolstoi, Dostoievski) y norteamericana (Melville, Henry James) y que llega a su punto culminante en la primera mitad del siglo XX con Proust, Joyce, Thomas Mann, Kafka, Musil y la generación perdida americana (Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway y sobre todo Faulkner).
A partir de este punto, según Goytisolo, la novela iniciaría un declive que en la actualidad la estaría llevando a su extinción como género.