Hoy en día vivimos la era de la globalización y los procesos que Gramsci había intuido han desplegado su potencialidad más allá de la hegemonía del fordismo y del modelo estadounidense. En este tiempo del capitalismo financiero global, la crisis democrática vinculada a la pérdida de soberanía de los estados parece haber llegado al límite del punto de ruptura
No es casual que Europa sea el epicentro de esta crisis. Ante todo porque es en este continente donde la experiencia democrática de los estados nacionales ha alcanzado el más alto nivel y ha logrado una feliz síntesis entre los derechos de la libertad individual y de la inclusión social, entre la participación democrática y la solidaridad.
Por ello, no debe sorprender que en esta parte del mundo que ha disfrutado, en particular en la segunda mitad del siglo XX, de un prolongado período de democracia y bienestar, hoy se advierta de forma más aguda la profundidad de la crisis y la ausencia de perspectivas.
Ha quedado en evidencia que, sin una efectiva coordinación de las políticas económicas de desarrollo, sin armonización de las reglas fiscales y sociales, y sin un significativo presupuesto federal de la Unión Europea (UE), la moneda única europea ¬el euro-, en vez de constituir el fundamento de una mayor integración, ha terminado por acentuar los desequilibrios y las desigualdades entre países con diferentes niveles de productividad y de competitividad.
La política ha estado ausente en la UE de estos años y, erróneamente, se ha tratado de sustituirla con el «gobierno de las reglas» (porcentajes, criterios y sanciones). Pero como dice Romano Prodi, las reglas son estúpidas sin flexibilidad y sin la libertad de una guía autónoma y legitimada por la capacidad de aplicarlas con inteligencia.
En efecto, el gobierno de las reglas y el dogma de la estabilidad monetaria condujeron al dominio de la ideología de la austeridad, que es hoy el obstáculo al crecimiento y la creación de empleo.
De esta manera se ha acentuado el carácter tecnocrático de la gobernanza europea, alimentando una creciente percepción de alejamiento y hostilidad en la opinión pública de muchos países. Es así que tecnocracia y populismo se presentan hoy como las dos caras de la crisis democrática europea.
No obstante la gravedad sin precedentes de esta crisis, esta puede ser la ocasión para un salto de calidad, a condición de un cambio sustantivo en las políticas de la UE.
Esto significa orientar la acción comunitaria hacia el crecimiento y el empleo, tal como reclaman diversos gobiernos progresistas, como el de Francia. También el italiano puede contribuir en esa dirección.
Es necesario instrumentar un mecanismo eficaz de solidaridad en relación al endeudamiento público que permita reducir los tipos de interés y contener las fuerzas especulativas que operan en los mercados, e interpretar de modo flexible e inteligente el pacto fiscal para que no impida inversiones que son necesarias para relanzar el crecimiento y recuperar competitividad.
Y se debe reforzar el presupuesto de la UE para que tenga la capacidad de reducir los desequilibrios, armonizar el crecimiento y encaminarlo hacia objetivos innovadores en los ámbitos de la investigación y el ambiente.
Estos cambios son indispensables y, sin embargo, es difícil que pueda realizarlos el actual sistema intergubernativo de la UE. Hace falta un profundo cambio impulsado por la política, que debe pasar por una «batalla política» europea entre las diversas visiones del futuro del continente.
El Partido Socialista Europeo (PSE) aprobó a fines de junio en Sofía su programa fundamental, constituyéndose así en la primera fuerza política del bloque en adoptar una plataforma de este tipo y de tal magnitud.
Es un avance importante y se trata de un texto rico de propuestas sobre el trabajo, la justicia social, la participación ciudadana y la transparencia en las acciones de gobierno.
Empero, creo que no ha adquirido fuerza suficiente el respaldo a un proyecto político para Europa.
Las residuales resistencias nacionales obstruyen la afirmación del ideal de una Europa Federal, que es la única solución para una aceleración democrática de la integración regional.
No se trata, obviamente, de la creación de un temible superestado europeo, sino de evitar que el poder de decisión esté confinado en las manos de una potente «supertecnocracia» que termina por depender casi exclusivamente de los gobiernos de los países más fuertes.
Europa debe dar un viraje, en el sentido de llevar la política al centro de las instituciones europeas y, al mismo tiempo, llevar Europa a la política y al debate de los partidos nacionales.
La ocasión puede ofrecerla la próxima elección europea, en junio de 2014.
La decisión del PSE de que el candidato a la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la UE, sea designado por el voto, además de un programa renovador, si es adoptada por otros partidos regionales, podrá cambiar desde la base el funcionamiento de las instituciones y dar nuevo sentido al rol de los partidos.
De esta manera, se transformarían las elecciones en un pronunciamiento sobre el futuro gobierno de Europa y sus opciones fundamentales, en vez de una serie de referendos sobre el funcionamiento actual de la UE, cuyo resultado puede ser desastroso para las fuerzas europeístas.
Sería justo -y no en contradicción con el actual Tratado- que el Consejo Europeo acepte la limitación de su propio rol en relación al líder que disponga del mayor consenso en el Parlamento Europeo y en consecuencia respalde la voluntad del electorado.