Oculta bajo una lógica de desarrollo, la mayor ola de privatizaciones y desregulaciones se apoderó del continente. El papel del Estado se redujo a ser el facilitador de un proceso basado en el principio de la supervivencia del más apto. La solidaridad, la equidad y la justicia eran todos valores del pasado, y la pobreza un daño colateral necesario.
Sin embargo, estos valores siempre estuvieron presentes entre los pueblos del hemisferio, quienes dieron la espalda a estas políticas y, en su lugar, durante los últimos 15 años, apoyaron enérgicamente las alternativas que combinan el crecimiento económico con la inclusión social, expandiendo las oportunidades para todos los ciudadanos.
El crecimiento económico ha acompañado a la inclusión social y sumado a millones de personas a la clase media, que hoy representa al 34 por ciento de los latinoamericanos, superando el número de pobres por primera vez en la historia.
Si esto fue posible es porque los gobiernos añadieron a la mano invisible del mercado, la mano muy visible del Estado.
Y esto se ha llevado a cabo en el contexto de la peor crisis financiera mundial, que condujo a una recesión sin precedentes en Estados Unidos y Europa, algo que la última aun se esfuerza por dejar atrás.
El crecimiento con equidad social resultó ser el nuevo consenso regional. Hoy, esto es lo que aúna a la región.
Hoy, las condiciones están dadas para establecer una cooperación más realista en las Américas, donde todos sus miembros puedan asociarse en igualdad de condiciones, desde el más poderoso hasta las islas más pequeñas del Caribe.
Hoy, nadie tiene el monopolio de lo que funciona o no, ni nadie puede imponer modelos porque las verdades establecidas se estrellaron contra la realidad. Mientras que en los años 90 la exclusión social en las políticas nacionales y la exclusión de las voces a nivel internacional eran las dos caras de la misma moneda, esto ya no es aceptable.
Hoy, todas las voces cuentan, y si no lo hacen, van a tener que hacerlo. El poderoso club del G 8 se convirtió en el G 20. Aún así, no alcanza para abarcar la nueva realidad de nuestro hemisferio.
A los organismos existentes, la región incorporó en esta última década a la dinámica Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en América del Sur y a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en las Américas, lo que deja a la OEA como el único lugar para el diálogo entre todos los países de las Américas, ya sean grandes, medianos, pequeños, poderosos o vulnerables.
Pero los actores gubernamentales o intergubernamentales por sí solos no son la única respuesta a los problemas del mundo de hoy. Los actores no estatales del mundo no gubernamental, el sector privado, los sindicatos y las organizaciones sociales deben ser parte del proceso. Los líderes deben interpretar el momento con el fin de generar una agenda para el progreso, pero un progreso que sea tangible para la gente, para los ciudadanos, a quienes rendimos cuentas.
Por lo tanto, en un entorno económico internacional más incierto, debemos centrarnos en mantener y ampliar nuestras conquistas sociales, y un nuevo espíritu de cooperación en las Américas puede ser fundamental para eso.
La Cumbre de las Américas en Panamá, en abril de 2015, puede ser el comienzo de este nuevo proceso de fomento de la confianza, en el que todos los países sientan que pueden beneficiarse de un programa de cooperación. Este será un momento histórico porque esta vez no habrá exclusiones.
La reciente buena noticia en el frente diplomático, relacionada con la normalización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba y la participación de esta última en la Cumbre, representa una señal positiva adicional. Panamá merece el apoyo de toda la región antes y durante la Cumbre.
Esta será una gran oportunidad para fortalecer los valores democráticos, la defensa de los derechos humanos, la transparencia institucional y las libertades individuales, junto con un programa práctico de cooperación para la prosperidad compartida en las Américas.