«Deshidratamos grillos y saltamontes. Los convertimos en una harina que conserva casi todas sus proteínas y cualidades nutricionales para agregar a galletas, cereales o barritas energéticas», explica la francesa Laetitia Giroud, encargada del desarrollo de ventas y producto de Insagri, empresa promotora de la granja.
En la granja de Coín, que cuenta con un control de calidad para cada tipo de insecto, se reproducen miles de larvas de moscas soldado y gusanos de la harina para la industria de la alimentación de reptiles, ganado y peces. Los saltamontes y grillos procesados se destinan a consumo humano.
«Los gusanos de la harina también se pueden comer deshidratados como 'chips' con un poco de sal, y conforman un excelente aperitivo», destaca Giroud.
Insagri, que comenzará a comercializar sus productos en agosto, ya cuenta con clientes para su harina de insectos para restaurantes en Gran Bretaña, Francia y Bélgica, donde también hay interés de empresas especializadas en producción de salsa de tomate y otros.
Esos tres países y Holanda son los únicos en Europa que cuentan con la regulación correspondiente para «la comercialización de insectos para la alimentación humana», advierte Eduardo Galante, presidente de la Sociedad Española de Entomología y director del Centro Iberoamericano de la Biodiversidad de la Universidad de Alicante.
En España, donde Insagri apunta al mercado de la alimentación del ganado, perros y gatos, existe «un vacío legal que permite comer insectos en restaurantes (que los compran a proveedores extranjeros), pero no su venta para el consumo», explica este especialista.
Galante recuerda cómo en 2008 las autoridades sanitarias vetaron una tienda de insectos comestibles en el Mercado de La Boquería, en Barcelona. Estas trabas no concuerdan con la recomendación de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) de acudir a los insectos y derivados para combatir el hambre en el mundo.
En su informe divulgado el 13 de mayo, «Edible Insects: Future Prospects for Food and Feed Security» (Insectos comestibles: Perspectivas de futuro para la seguridad alimentaria y alimentación para el ganado), aconseja su consumo por su gran poder «nutritivo» especialmente por «su alto contenido en proteínas, vitaminas, fibras y minerales».
Según Giroud, además de la falta de regulación, hay una «barrera cultural» a la ingesta de insectos, una práctica más extendida en algunos países de América Latina, África y Asia.
«Es repugnante comer insectos», dice la malagueña Marisa, madre de una niña de ocho años, aunque considera «interesante» la idea de consumirlos procesados en forma de harina, «porque al menos no los ves».
La FAO calcula que estos animales forman parte de la dieta de al menos 2.000 millones de personas en el mundo y que hay más de 1.900 especies comestibles. Entre las más consumidas figuran escarabajos, orugas, abejas, avispas y hormigas, saltamontes, langostas y grillos.
El sur español reúne las «condiciones climáticas adecuadas para la cría de insectos, que necesitan temperaturas de entre 28 y 35 grados», destaca Giroud, que subraya que es una producción «más barata y ecológica» que la ganadera, al lograr una mayor concentración de proteínas en menos espacio, con una alimentación más sostenible y que requiere menos agua.
«Para obtener un kilo de proteínas de vaca necesitamos 13 de verduras, en tanto que para conseguir la misma cantidad de proteínas de los grillos precisamos solo 1,5 de vegetales», argumenta.
Además, valora que Insagri es «la única empresa en Europa que usa alimentación ecológica para los insectos». Por ejemplo, nutre a sus gusanos con la harina ecológica suministrada por un proveedor cercano.
La ejecutiva añade que «los insectos son más saludables porque su consumo implica un riesgo mínimo de transmisión de enfermedades», por su morfología, ya que son de sangre fría frente a la caliente de las vacas o cerdos.
El concepto de cría de insectos a gran escala para consumo humano es relativamente nuevo, aunque hay ejemplos de granjas de grillos en Laos, Tailandia y Vietnam, apunta la FAO en su estudio, que ha despertado en España opiniones encontradas.
«La propuesta de la FAO de combatir el hambre en el mundo comiendo insectos no va a la raíz del problema», dice Esther Vivas, investigadora en políticas alimentarias y agrícolas, convencida de que la cuestión «no es encontrar nuevos alimentos sino abordar las causas del hambre».
Vivas, licenciada en periodismo, máster en sociología e integrante del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales de la barcelonesa Universitat Pompeu Fabra, opina que se debe «hacer más accesible la comida a la población mundial, porque hay producción suficiente para alimentarla».
Datos de la FAO indican que cada día se produce comida para 12.000 millones de personas cuando en el planeta habitan 7.000 millones.
Sin embargo, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas apunta en su informe que la sobrepesca, el cambio climático y los decrecientes recursos de agua constituirán un desafío a la producción de alimentos para los 9.000 millones de personas que habitarán el planeta en 2050.
«Precisamente es en estos tiempos de crisis, cuando es necesario el consumo responsable y el cuidado del ambiente, es más fácil romper las barreras culturales hacia el consumo de insectos», explica Giroud.
«Estos son la mejor alternativa para hacer frente al cambio de dieta», agrega la empresaria, embarcada junto al también francés Julien Foucher en este proyecto, cuya inversión inicial fue de 24.000 euros, 5.000 de ellos aportados por la organización sin ánimo de lucro Valle del Guadalhorce-Grupo de Desarrollo Rural, que gestiona el Fondo Europeo Agrícola de Desarrollo Rural (Feader).
«Nosotros comemos crustáceos y los insectos son un grupo emparentado con ellos. Comemos gambas y langostinos, que son parecidos a los saltamontes, además de mejillones, pulpos y caracoles», precisa Galante.
Este entomólogo español apunta que hay algunos insectos que están presentes hace tiempo en nuestra vida cotidiana, quizá sin saberlo, como la cochinilla, un aditivo natural que aporta color rojo a las barras de labios, dulces y embutidos, y que aparece en los etiquetados con el nombre de carmín o E-120.
Galante, catedrático de zoología en la Universidad de Alicante, asegura haber comido «todo tipo de insectos, algunos con sabor rico al paladar», si bien reconoce el gran rechazo que genera en la cultura anglosajona.
El especialista no cree que su uso como alimento humano ayude a acabar con el hambre, pero sí que es «una vía que abre nuevos mercados».