El crecimiento medio anterior a la crisis financiera que estalló en 2008 fue de alrededor un 2,4 por ciento. Se redujo al 1,3 por ciento entre 2008 y 2014 y ahora se estima que se estabilizará en el 1,6 por ciento hasta el año 2020, en lo que los economistas llaman la «nueva normalidad».
En otras palabras, la «normalidad» es ahora el alto desempleo, un crecimiento anémico y, obviamente, un clima político difícil.
Para los países emergentes, el panorama no se ve mucho mejor. Se prevé que el crecimiento potencial siga disminuyendo, de una media de alrededor del 6,5 por ciento entre 2008 y 2014 a un estimado 5,2 por ciento durante el período 2015-2020.
El caso de China es el mejor ejemplo. Se espera que el crecimiento descienda de un promedio del 8,3 por ciento en los últimos 10 años, a alrededor del 6,8 por ciento. La contracción de China ha reducido drásticamente los precios de las materias primas y en consecuencia ha dañado a los países exportadores.
La crisis es especialmente fuerte en América Latina. En Brasil, la caída de las exportaciones ha contribuido al empeoramiento de la grave crisis del país y al aumento de la ya elevada impopularidad de su presidenta, Dilma Rousseff, debido a la mala gestión económica y el escándalo por las revelaciones sobre la extendida corrupción en Petrobras, la semipública empresa petrolera.
Esto, por cierto, abre una reflexión fundamental. Desde Marx a Keynes, las teorías sobre la redistribución de los ingresos se construyeron básicamente en el contexto de economías estables o en expansión.
Los partidos progresistas fueron capaces de obtener sus éxitos durante ciclos de crecimiento, pero no han elaborado en igual medida la teoría que se debería aplicar en épocas de crisis. En tales situaciones, suelen imitar las recetas de la derecha, en un giro que desdibuja la propia identidad progresista y les hace perder adhesiones en el electorado.
La situación en Europa, analizada bajo esta óptica, es aleccionadora. Todos los partidos xenófobos de extrema derecha se han expandido desde 2008, cuando comenzó la crisis recesiva, incluso en los países nórdicos, considerados modelos de democracia.
Durante el mismo período, los partidos progresistas han perdido peso y credibilidad. Y ahora que el FMI ve alguna mejora en la economía europea, los partidos progresistas tradicionales no han cosechado los beneficios.
El FMI califica el actual momento económico, como «una nueva mediocridad», que es una definición más franca que «nueva normalidad». Prevé que en los próximos cinco años deberemos hacer frente a graves problemas en las políticas públicas, como la sostenibilidad fiscal y el desempleo.
Es un hecho que los datos macroeconómicos son cada día menos representativos y se suelen utilizar para ocultar las realidades sociales. El mejor ejemplo es Gran Bretaña, campeón del liberalismo, que cada año reduce el gasto público.
El gobierno británico afirma que en el último año se han creado 600.000 nuevos puestos de trabajo. Sin embargo, la gran mayoría de los nuevos trabajos son a tiempo parcial o mal pagados, y el empleo público está a su nivel más bajo desde 1999.
Un claro indicador es el número de personas que frecuentan los comedores que ofrecen alimentación gratuita a los indigentes. En la sexta economía del mundo, estos han pasado de 20.000 antes de la crisis, hace siete años, a más de un millón el año pasado.
Y algo semejante sucede en el resto de Europa, aunque en menor medida en los países nórdicos.
De acuerdo con la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria británica, la austeridad ha bloqueado el crecimiento económico en un uno por ciento entre 2011 y 2012. Pero, según Simon Wren-Lewis, de la Universidad de Oxford, la cifra es en realidad del cinco por ciento, equivalente a 149.000 millones de dólares.
En otras palabras, la austeridad fiscal reduce el crecimiento, y esto crea un gran déficit, que obliga a más austeridad fiscal. Es una trampa que han descrito en detalle los economistas keynesianos, como los Nobel de Economía Joseph Stiglitz y Paul Krugman.
Todos deben seguir el «orden liberal» de Alemania, que cree que su realidad debe ser la norma y las desviaciones tienen que ser castigadas.
La novedad es que en su análisis sobre «La distribución de los ingresos y su papel en la explicación de la desigualdad», el FMI, el guardián fiscal que impuso en todo el Sur en desarrollo el consenso de Washington, básicamente una fórmula de austeridad sumada al libre mercado a toda costa, con resultados trágicos, parece haberse despertado ahora.
El FMI formula una objeción a un principio fundamental de la doctrina liberal. Afirma que la mayor formación de los trabajadores, los sindicatos representativos, y un mayor gasto del Estado ayudan a reducir la desigualdad en los países.
Mientras la participación de los salarios en el ingreso nacional de los países del Grupo de los Siete, los más industrializados, se ha reducido en un 12 por ciento en los últimos 30 años, la desigualdad ha crecido en un 25 por ciento en las mismas tres décadas.
Esto no significa en absoluto que el FMI se esté convirtiendo en una organización progresista, sino muestra que un pilar importante del pensamiento neoliberal se está tambaleando.
Por supuesto que los banqueros, verdaderos responsables de la crisis mundial, han logrado impunidad.
Se han sustraído más de tres billones de dólares de los ciudadanos de medio mundo, para mantener a los bancos en pie. Los más de 140.000 millones de dólares en multas que los bancos han pagado desde el comienzo de la crisis, dan la medida cuantitativa de sus actividades ilegales y delictivas.
La Organización de las Naciones Unidas calcula que la crisis financiera ha creado al menos 200 millones de nuevos pobres, cientos de miles de puestos de trabajo precarios, y varios millones de desempleados, especialmente jóvenes.
Sin embargo, nadie ha sido responsabilizado. Las cárceles están llenas de personas apresadas por robos menores, que han causado un impacto social inmensamente menor.
En cambio en 2014, James Gorman, el jefe del banco Morgan Stanley, cobró 22,5 millones de dólares. El jefe de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, 24 millones, James Dimon, jefe de J. P. Morgan, 20 millones. El más explotado de todos, Brian Moynihan, del Bank of America, cobró unos míseros 13 millones de dólares. Nada detiene el auge de los banqueros.