Por Nicolás de Pedro (CIDOB) *
El destino de Ucrania está en juego. Y las próximas seis semanas serán decisivas. Las negociaciones con Rusia –en un contexto marcado por la fragilidad del alto el fuego– y las elecciones parlamentarias del 26 de octubre tensarán la situación y pondrán a prueba la quebradiza estabilidad ucraniana y, tal vez, la misma idea de una Ucrania independiente y soberana.El asunto clave en la negociación con Moscú son los puntos 3 y 7 del protocolo acordado en Minsk. Es decir, las cuestiones relativas a la «descentralización del poder» y, sobre todo, a la continuación de un ambiguo «diálogo nacional inclusivo». Ambiguo porque el objetivo último del Kremlin es el control efectivo de las relaciones exteriores de Ucrania. En esa línea cabe entender la llamada de Vladímir Putin a Kiev a debatir su «modelo de Estado». Y dentro de este esquema de actuación, la insurgencia prorrusa es un instrumento idóneo, y la suerte de la población rusohablante una cuestión circunstancial.
La propuesta de estatuto especial para Donetsk y Lugansk que Petró Poroshenko remitirá al Parlamento esta semana, aunque contemple elecciones locales y garantías jurídicas para la lengua rusa, puede resultar insuficiente para el Kremlin. Desde círculos moscovitas próximos a Putin se habla ya abiertamente de un modelo bosnio para Ucrania y, significativamente, el modelo de federación rusa es rechazado de plano como válido para ser aplicado en el país vecino.
En este momento y aunque el Kremlin insista en negar su intervención directa, Putin tiene la sartén por el mango. El mantenimiento del alto el fuego y posterior desarme en el Donbás dependen, sobre todo, de la voluntad de Moscú. En las últimas tres semanas, el escenario ha cambiado radicalmente: Putin ha mostrado su abierta y completa determinación para evitar la derrota de los prorrusos y ha lanzado dos mensajes contundentes para disipar dudas. A los prorrusos les ha dejado claro que, sin él, están perdidos y a los ucranianos, que si se lo propone, en apenas unas horas puede infligirles una derrota demoledora. Y, muy probablemente, tal como le dijo al presidente de la Comisión Europea Durao Barroso, «si quisiera, en dos semanas podría tomar Kiev».
No se trata de caer en alarmismos exagerados, pero tampoco infravalorar la creciente agresividad del Kremlin y las implicaciones que conlleva para el orden europeo. La simple mención por parte del presidente kazajo, Nursultán Nazarbáyev, de que Astaná se reserva el derecho de retirarse del proyecto de Unión Eurasiática se tradujo en el acto en una amenaza velada, pero inequívoca, por parte de Putin cuestionando la soberanía y estatalidad de Kazajstán. Y es que Rusia no sólo se arroga el derecho de intervenir en los asuntos de sus vecinos ex soviéticos, sino que se siente plenamente legitimada para hacerlo. Como indican los investigadores rusos, Andrey Makárychev y Alexandra Yátsyk, «a ojos del Kremlin, la soberanía es un raro fenómeno del que disfrutan sólo un reducido número de estados». Es decir, que la soberanía –real y no meramente formal– no es inherente a la condición estatal sino un privilegio exclusivo de las grandes potencias del sistema internacional, entre las que, obviamente, no se encuentran ni Kazajstán ni Ucrania.
Además, desde la perspectiva de Moscú, el espacio postsoviético –y muy particularmente, Ucrania y Kazajstán– conforman el núcleo duro de sus intereses de seguridad nacional y su área de influencia «natural», entiéndase, exclusiva. Sin Ucrania, la Unión Eurasiática –el proyecto para hacer de Rusia uno de los polos del mundo globalizado y multipolar– nace muy debilitado y con un peso estratégico mucho menor. La «pérdida» de Ucrania es, por ello, muy sensible y difícil de digerir para el Kremlin. A ello se suma la cuestión identitaria, ya que en el imaginario del nacionalismo ruso prevalece la idea de que los ucranianos son, en última instancia, rusos, y la condición de Estado independiente de Ucrania un mero accidente histórico y uno más de los errores geopolíticos resultantes del período soviético. La negación de la especificidad ucraniana enturbiaba, ya antes de la guerra, la relación entre ambos países y, previsiblemente, seguirá haciéndolo y proyectándose en la política doméstica de ambos.
Del lado ucraniano, provocará una polarización social que padecerán aquellos rusos étnicos que se consideran ciudadanos de Ucrania y se ven convertidos en convidados de piedra en la estrategia de intervención del Kremlin. Del lado ruso, se mantendrá y, si cabe, se reforzará la paranoia contra una Ucrania realmente independiente que no tiene que ver sólo con un posible acercamiento de Kiev a la OTAN, sino también con las entrañas mismas de la naturaleza del poder instaurada por Putin. En otras palabras, una potencial reforma verdaderamente democrática en una Ucrania en la órbita de la UE es percibida como una amenaza directa por el Kremlin.
De ahí que Moscú pueda preferir, como mal menor, un escenario de inestabilidad y enfrentamientos en Kiev. Y de hecho, el fracaso, por el momento, del Maidán original –de lucha contra la corrupción y vocación democrática y europeísta– es el gran éxito del Kremlin, aunque se haya alcanzado por la vía indirecta de injertar un conflicto en el área del Donbás. De esta manera, es previsible que Putin utilice las negociaciones con Kiev para tensar cuanto más mejor la situación dentro de Ucrania. Sin duda, la combinación de elecciones parlamentarias y negociaciones de paz televisadas van a ser un quebradero de cabeza para las autoridades ucranianas.
Pero estas elecciones parlamentarias son imprescindibles y decisivas. El esfuerzo bélico ha concentrado toda la atención, pero Ucrania debe afrontar desafíos estructurales profundos para lo que es necesario un nuevo Parlamento y Gobierno legitimados por las urnas. Los sacrificios inevitables que deberá acometer un «Gobierno políticamente suicida», como advertía el primer ministro Yatsenyuk en febrero, siguen pendientes. Y es que, inmersos en el ruido y la propaganda de una supuesta lucha antifascista en el Donbás, hemos perdido de vista el verdadero origen y naturaleza de la crisis en Ucrania que no es otro que el deseo de una mayoría de la ciudadanía del país –por encima de cuestiones identitarias– de mejorar la calidad de su democracia y su nivel de vida. Y para ello resulta imprescindible extirpar la corrupción y modernizar la economía. El PIB per cápita de Ucrania –en paridad de poder adquisitivo– está en apenas 7.400 dólares mientras que en Polonia se sitúa en 21.000, en Rusia en 18.000, en Bielarús en 16.000 e incluso en Rumania en 14.500 dólares. Igualarse con Polonia puede parecer quimérico en este momento, pero resulta razonable suponer que Ucrania puede alcanzar a medio plazo, al menos, las cifras de Rumania.
Sin embargo, dada la urgencia y la gravedad de la situación en el frente militar, la campaña electoral estará dominada por la cuestión del Donbás y las negociaciones con Rusia. Precisamente, para evitar que Putin disponga de esta llave con la que bloquear la política ucraniana, ha entrado con fuerza, en los debates entre especialistas, la propuesta lanzada por Alexander J. Motyl a través de Foreign Affairs, argumentando las ventajas inmediatas que le proporcionaría a Ucrania una hipotética renuncia del Donbás. No obstante, se trata de un escenario aún improbable y que, además, plantearía otros dilemas. Putin ya ha mostrado su disposición a respaldar la creación de una Novorrosiya, que ocupe toda la franja costera ucraniana y conecte así por vía terrestre tanto con Crimea como con Transnistria. Y desde la perspectiva del presidente Poroshenko se trata de una propuesta inasumible políticamente, tanto por razones sentimentales como por la presión del nacionalismo ucraniano exacerbado y las fuerzas de la extrema derecha –quienes, sin pretenderlo ni probablemente siquiera intuirlo, actúan una vez más como aliados tácticos de Putin en su estrategia de castigar a Ucrania.
*Nicolás de Pedro es investigador principal del CIDOB
Este artículo fue publicado el 15 de septiembre de 2014 / Opinión CIDOB, nº. 260