Construir lazos y tender puentes entre las dos orillas del Mediterráneo han sido una constante en la agenda exterior europea, al menos sobre el papel. Razones no faltan: proximidad geográfica, lazos históricos, si bien más fuertes con unos países que con otros, intereses compartidos que van desde lo económico hasta lo cultural y desafíos comunes a los que hacer frente en el futuro. El lanzamiento del Proceso de Barcelona en 1995 se produjo en medio de la resaca positiva provocada por la caída del Muro de Berlín, el éxito de la Conferencia de Paz de Madrid de 1991 y la euforia desencadenada tras los Acuerdos de Oslo de 1993. La creación de un partenariado entre las dos orillas reflejaba buenas intenciones que resultarían en un beneficio mutuo: la estabilidad y prosperidad en los países del Mediterráneo meridional garantizaría la seguridad de Europa.
Mucho se ha hablado de los éxitos de este proceso, aunque a la luz de los resultados hablar de éxito resulte un tanto tendencioso. Respecto a la forma, el partenariado optaba por un formato relativamente simple que tomaba el Mediterráneo en sentido amplio (incluyendo a los países de la UE, los países ribereños del Mediterráneo, incluidos Israel y Turquía, así como países árabes sin salida al Mediterráneo como Jordania o Mauritania) y en el que quedaban englobadas el total de las relaciones entre ambas orillas. En cuanto al contenido, Barcelona hacía un análisis acertado de la situación al relacionar las políticas internas con la inestabilidad regional y al prescribir el impulso de la democratización como paso conducente a la estabilidad de esos países y por ende, a la seguridad de la región euromediterránea. A diferencia del modelo estadounidense, con el Proceso de Barcelona la UE planteaba una fórmula novedosa al integrar en un mismo marco la reforma política con el resto de cuestiones regionales, sociales y económicas, estableciéndose así cuatro capítulos de actuación interrelacionados: política y seguridad, económico-comercial, social y cultural, y justicia y asuntos internos. En definitiva, un planteamiento en el que todos ganaban.
Aunque se sigue mirando al proceso de Barcelona con buenos ojos, lo cierto es que fracasó a la hora de alcanzar su objetivo principal, esto es, la promoción de la democracia y la estabilidad en la región. Lo ambicioso del proyecto, aunque loable, pudo ser una de las razones de este fracaso. Asimismo su formato relativamente simple pudo ser igualmente erróneo. En este sentido, meter en un mismo saco a todos los países árabes e Israel sin haberse resuelto el conflicto israelo-palestino hacía complicado, a priori, alcanzar acuerdos comunes en temas tan complejos como el económico (bloqueo israelí a Gaza) o el político (estatus de los Territorios Palestinos). Pero quizá lo más evidente de este fracaso fuera el afianzamiento del sentimiento de la existencia de un doble rasero europeo al hacerse patente que las ideas de democracia, derechos humanos o justicia social que se predicaban en Europa no se aplicaban a sus vecinos del sur donde regímenes autoritarios se mantenían en el poder con la ayuda, la financiación y las alabanzas de los europeos.
El intento fallido de la Unión por el Mediterráneo
En lo que respecta a la Unión por el Mediterráneo (UpM), se podría decir que estuvo marcada por una falta de efectividad desde el momento mismo de su nacimiento. En primer lugar, porque el paso hacia la UpM no resultaba un proceso lógico que hubiera sido necesario por el desgaste de su antecesor. Al contrario, la creación de la UpM parecía responder al deseo del presidente francés, Nicolás Sarkozy, de dejar una impronta reconocible en la presidencia de la UE que su país ostentaba durante el segundo semestre de 2008. En líneas generales, la UpM recogía los objetivos de Barcelona, si bien los aumentaba estableciendo seis nuevas áreas de prioridad (descontaminación del Mediterráneo, autopistas del mar y terrestres, protección civil, energías alternativas, enseñanza superior e investigación, e iniciativa de desarrollo empresarial), y ampliaba el radio de acción a cuatro nuevos países. La grandeur de la France. Estructuralmente, la UpM aportaba una presidencia conjunta, destinada a ganar la credibilidad de sus socios del sur, si bien colocar a Hosni Mubarak en la copresidencia inicial fuera un ejemplo más de ese doble rasero mencionado anteriormente, y un secretariado con sede en Barcelona, que contribuiría a dotar de visibilidad a la institución.
El balance de estos cuatro años de existencia es, sin embargo, moderado. De los seis proyectos establecidos sólo hay tímidos avances en relación al plan solar mediterráneo y en la construcción de la autovía que une Túnez, Argelia y Marruecos, si bien este último debe hacer frente a las disputas fronterizas entre argelinos y marroquíes. La visibilidad pretendida apenas se ha logrado. Las tareas del Secretariado pasan un tanto desapercibidas al público general al igual que ocurre con las actividades del resto de instituciones. Pese a ello, la UpM continúa disfrutando del apoyo de la UE y de los diversos estados miembros. De hecho, en los últimas semanas el secretario general, Fathallah Sijilmissi, ha recibido el apoyo de la Comisión, que recientemente se hiciera cargo de la copresidencia norte, de Egipto y de Francia en sendas reuniones con sus ministros del exterior.
El estallido de las revueltas árabes obligó a repensar la política europea hacia la región. En primer lugar, porque se puso de manifiesto la enorme distancia existente entre lo que se prescribía desde los despachos europeos y lo que exigían las sociedades sureñas. Era el momento de pensar en alternativas que tuvieran en cuenta las demandas de la ciudadanía. La respuesta europea llegó en forma de un Partenariado por la Democracia y la Prosperidad compartida con el Sur del Mediterráneo, partenariado que si bien incluía ciertas novedades, no se alejaba demasiado de los modelos de actuación anteriores.
Pero, ¿por qué no se han producido avances significativos en ningún caso?
La primavera árabe y su evolución marcaron la agenda de la última reunión de la Asamblea Parlamentaria de la UpM celebrada en Rabat los pasados 24 y 25 de marzo. Sobre la mesa temas como el replanteamiento de la asociación euromediterránea o el papel de jóvenes y mujeres en el proceso de democratización de la región. Las palabras del presidente del Parlamento Europeo, Martin Schultz, acertaron en el análisis: «el apoyo de la UE a las reformas democráticas en la región mediterránea necesita ir acompañado de acciones tangibles».
En efecto, la falta de resultados tangibles ha supuesto siempre un lastre para las políticas europeas hacia la región. En su conjunto, todas las iniciativas conllevan una misma lectura: todos ellas tratan de abarcar mucho sin tener los instrumentos ni la voluntad necesarios para poder conseguirlo. Tratándose de temas tan complejos y de una región a su vez extremadamente compleja, quizás fuera mejor tratar los asuntos uno a uno. Esto no quiere decir que se desasocien los diversos pilares, lo cual, por otra parte, sería erróneo puesto que es más que evidente la interrelación existente entre los diferentes componentes políticos, sociales, económicos y culturales. Se trataría más bien de crear agendas factibles elaboradas conforme a unas posibilidades realistas en términos de financiación, personal, voluntad política y apoyo ciudadano.
Por otra parte, cualquier avance significativo ha sido con frecuencia bloqueado por disputas internas dentro del grupo. Los intentos de utilizar tanto el Proceso de Barcelona como la UpM como plataformas desde las que plantear exigencias al proceso de paz en Oriente Medio han conducido, en no pocas ocasiones, a un estancamiento, además de generar desconfianza entre los socios. En este sentido habría que dejar claro que éste no es el tipo de foro adecuado para resolver esta cuestión. La falta de una solución al conflicto palestino supone, sin duda, un gran obstáculo a la hora de alcanzar acuerdos que toquen ciertos temas sensibles. Por tanto, para evitar más situaciones de estancamiento en el futuro, sería necesario establecer correctamente los límites; bien hay que replantear la composición de los estados miembros, bien habría que suprimir de la agenda aquellos temas que pudieran conducir al estancamiento.
En conclusión, la zona de paz, estabilidad y seguridad que se planteó como objetivo primordial de las políticas europeas hacia la región euromediterránea sigue siendo un objetivo aún por conseguir. La primavera árabe ha dejado claro que los modelos aplicados hasta el momento no han funcionado y que se necesitan enfoques nuevos que respondan a las verdaderas necesidades de la región. Europa debe no sólo estar presente sino activa en esta nueva etapa que se ha abierto en su frontera meridional. Si los procesos iniciados consiguen llegar a buen puerto, supondrían todo un escenario de oportunidades para ambas orillas. Pero si Europa quiere ser partícipe de estas oportunidades necesita contar con unos instrumentos que no se queden en meras palabras y con los que las buenas intenciones se conviertan en resultados tangibles. La cuestión de si se deben revitalizar los instrumentos existentes o crear otros nuevos se viene ya planteando desde hace tiempo. Sea una u otra opción, quizás sea necesario ser un poco menos ambicioso pero realista en cuanto a los objetivos a alcanzar y los plazos para lograrlos. Quizás sea mejor ir poco a poco, pero con constancia. Quizás sea conveniente observar y escuchar para poder hacer un diagnóstico acertado y eficaz.