Una deuda pública que se acerca al 77,6 por ciento del PIB, un déficit público que superará la previsión para 2012 del 6,3 por ciento y del 4,5 por ciento para 2013, un crecimiento económico negativo incapaz de generar los recursos que necesita el país, son los puntos débiles de la política española. Si las empresas cierran, se desboca el paro, los precios siguen subiendo y el dinero se evapora, a falta de un sistema financiero que abra el flujo del crédito, la espiral del desastre está servida.
El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, ha empleado este año en capear como ha podido estos temporales siguiendo un camino contrario al que prometió durante la campaña electoral. Al principio, algunos de sus compromisos estelares, como no subir los impuestos, fueron incumplidos. Y casi un año después, vendría el ataque a uno de los cimientos del estado del bienestar. Las pensiones, que el PP repitió cual mantra que seguirían siendo «zona de exclusión», ya han recibido la primera dentellada al no revalorizarse en función de los incrementos del IPC.
Es lo necesario, lo que hay que hacer, argumentan los gobernantes, poseídos por unas razones «técnicas» que tienden a excluir otras alternativas distintas al simple recorte de sueldos y prestaciones sociales. Desoyendo la protesta social de dos huelgas generales en menos de un año, y siguiendo la estela de otros gobiernos europeos, los tecnócratas españoles intentan huir de cualquier debate ideológico como si las reformas solo pudieran hacerse desde su particular enfoque y fueran, al final, inevitables acciones inocentes sin grandes consecuencias sobre el modelo de bienestar construido en España durante las últimas décadas.
En un año, los impuestos se han disparado en los ámbitos de recaudación más «fáciles» como las rentas del trabajo, el consumo y la propiedad. Sin embargo, la política recaudatoria ha tratado de forma bien diferente, muy benevolente, a los grandes defraudadores que aceptaron saldar sus cuentas con el fisco. Esta imagen de trato desigual e injusto acentúa la sospecha (o evidencia) de que estamos ante simples políticas extractivas que castigan a asalariados, profesionales, funcionarios, pensionistas, pequeños y medianos empresarios. No se adivina en el horizonte una política fiscal más justa que redimensione la aportación de las grandes fortunas y, singularmente, del capital financiero, a este esfuerzo común.
La lucha contra la crisis y la prima de riesgo – estabilizada ahora en torno a los 400 puntos - parece justificarlo todo. Pero ¿cual es el destino final de este incierto viaje? Un año de gobierno conservador no ha dado respuesta a esa pregunta y muchos creen que tras la catarata de medidas de ajuste hay un plan a medio y largo plazo que pretende reducir a la mínima expresión el tamaño del Estado del bienestar y traspasar la gestión de sus grandes servicios a la empresa privada. No está demostrado que lo público sea sinónimo de mala administración y pérdidas y, viceversa, que una gestión privada, con unos ciudadanos convertidos en clientes, sea la panacea de todos los males.
La contención del gasto, con criterios profesionales, y no políticos, de eficacia y eficiencia económica, puede seguir haciendo viable, por ejemplo, una sanidad pública fuerte o determinadas televisiones públicas, sin necesidad de ponerlas en manos de empresas privadas. El futuro de la sanidad pública madrileña está ahora mismo en juego, pero también la de otras comunidades.
Los vientos «reformistas» alcanzan también a la educación y a la investigación. El impacto del aumento de las tasas, en una nueva acción recaudatoria, hará más difícil el acceso de muchos estudiantes a la Universidad, abriendo una nueva brecha social de desigualdad. Los recortes presupuestarios, que buscan reducir el número de profesores, sus salarios y condiciones de trabajo, difícilmente ayudarán a mejorar la calidad de la enseñanza pública. El tajo a la investigación es también una bomba de relojería sobre nuestro propio futuro. Lo mismo ocurre con la administración de justicia, cuya reforma, paradójicamente, sienta las bases de su carácter injusto, al hacer más difícil que las clases populares accedan a sus servicios.
La lucha contra la crisis, coordinada desde Bruselas con la activa intervención de Berlín, parece justificar la «doctrina de la amputación»: en el sector público (reducir número de funcionarios – actualmente casi tres millones-, sus sueldos, eliminar empresas públicas, subvenciones...) y en el privado, con una legislación laboral que facilita más que nunca el despido barato. El número de parados crece exponencialmente (casi 6 millones – un 25 por ciento de la población activa - , de los que 800.000 se han producido durante el mandato de Rajoy) y golpea especialmente a la población juvenil, que empieza a ver en la emigración un salvavidas ante un futuro sin trabajo.
Además del ajuste presupuestario – 7.000 millones en sanidad y 3.000 en sanidad -, la otra gran prioridad del primer año del gobierno Rajoy ha sido favorecer la reestructuración del sector financiero, vapuleado por el hundimiento del motor inmobiliario. Se han destinado ingentes cantidades de dinero público para salvar (nacionalizar) a entidades, sobre todo antiguas Cajas de Ahorro, entrampadas en el lodazal del ladrillo. Las auditorías de empresas internacionales han aclarado sus necesidades reales de capitalización y la Unión Europea ha dado luz verde a un rescate bancario, avalado por el Estado español. La creación, también en contra de lo anunciado en su momento por Rajoy, de un banco que aglutine los activos tóxicos inmobiliarios, puede suponer otro balón de oxígeno para la banca.
El gran descalabro del sector financiero no se ha saldado, de momento, con una depuración de responsabilidades por la mala gestión de muchos de sus directivos, que mantienen sueldos multimillonarios mientras se acogen a las ayudas públicas. No habrá crecimiento si no se abre el grifo del crédito, sostiene el gobierno, y por eso se ha acudido en auxilio de la banca. El coste social de esas transferencias al sector financiero, en detrimento de otras políticas sociales y de estimulación del crecimiento, ya se refleja en una progresiva caída del consumo y, en el fondo, en un rápido empobrecimiento de la población. La apuesta de Rajoy es darle la vuelta a esta situación en cuanto se contenga el déficit – continuará la batalla de reducción del gasto en las comunidades autónomas - y la banca culmine su propio ajuste.
¿Y el fantasma del rescate financiero? El gobierno insiste en que hoy no es necesario pero en el mundo económico se sueña con una inyección masiva de dinero a precio barato. Las reformas que exigiría la troika, en realidad, ya se están acometiendo. Queda una pendiente, la del sistema de pensiones, cuya sostenibilidad futura está en peligro. También aquí entrará la apisonadora tecnócrata neoliberal, que defenderá la irreversibilidad de un «pensamiento único» a favor de un futuro basado en el negocio de los planes de pensiones privados y en el «sálvese quien pueda». Una vez más, lo que se discute es el modelo europeo de Estado social y de derecho, en el origen de la estabilidad que vive el continente desde hace décadas.
La construcción europea parece que está dejando en un segundo plano esa dimensión de ciudadanía que tantos éxitos le ha reportado a la Unión. Rajoy lo sabe y navega con poco margen de maniobra. Pero, aunque los resultados de su política de reformas tardarán tiempo en visualizarse, de momento, lo que deja su primer año de gobierno es la inquietud por un país devaluado, más injusto, más pobre y, sobre todo, camino de convertirse en una sociedad dual, semillero de conflictos impensables hace tan sólo unos pocos años. Algún tecnócrata habrá que diga que ésta es la radiografía de una sociedad competitiva perfecta.