Paradójicamente, la crisis de Ucrania revela la acción de un protagonista que apenas es mencionado de forma frontal en los análisis: la Unión Europea (UE). Resultaría curioso comprobar que en el desarrollo de la búsqueda de una solución, el papel de la propia UE resulte evidente.
Una revisión rigurosa de la historia descubre simultáneamente la doble dimensión de la UE, como modelo activo de integración y, al mismo tiempo, como débil protagonista de iniciativa en política internacional.
Desde la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, como resultado de la llamada Declaración Schuman de mayo de 1950, la motivación de la integración ha sido la seguridad, propulsada por mecanismos económicos.
El origen de la presente crisis se debe, fundamentalmente, a la atracción de la UE como zona de paz, estabilidad, progreso y protección de derechos básicos. Sin embargo, en la búsqueda de una solución, el bloque se ha mostrado colectivamente más carente de iniciativa y mecanismos convincentes de liderazgo.
Frente a la contundencia de las acciones rusas, ha sido Estados Unidos el protagonista que ha enderezado la situación, acompañado con cierta prudencia por algunos Estados miembros de la UE, como el caso obvio de Alemania.
Las motivaciones iniciales de Ucrania obedecieron a las expectativas de lograr un acuerdo sólido de asociación con la UE.
En los planes de Kiev, alentados desde Bruselas, se destacaba el tradicional «poder de reclutamiento» de la UE. Este primer paso le hubiera dado el estatus prioritario para conseguir los beneficios reforzados de la «política de vecindad» de la UE, extendida a Estados limítrofes. Para algunos de ellos, como es el caso de Ucrania, le concedería una ventaja considerable para optar, algún día (aunque fuera lejano) a la condición de candidato para una completa pertenencia.
Esta expectativa siempre ha estado detrás de las motivaciones y estrategia de numerosos países que, en diferentes épocas, han tenido en el centro de su agenda formar parte de la UE. España y Portugal procedieron a un estricto ejercicio de transformación y actualización de sus estructuras económicas, con grandes sacrificios, para insertarse en la entonces llamada Comunidad Europea de mitad de la década de los 80.
Al final de la Guerra Fría tuvo lugar una carrera frenética para la incorporación de los países del este, anteriormente bajo la órbita soviética.
El núcleo duro de la UE consideró, desde la caída del Muro de Berlín, que la división artificial de Europa durante cuatro décadas fue injusta y debía aplicarse una corrección. Los anteriormente presos en la órbita soviética procedieron a una transformación drástica para hacerse merecedores del ingreso al bloque.
Igual puede decirse de los antiguos miembros de Yugoslavia. Uno a uno, todos se han esmerado en conseguir unas credenciales mínimas para imitar el éxito inicial de Eslovenia. Ha sido semejante el todavía frustrado camino de Turquía hacia la UE, proyecto obstaculizado por carencias internas y oposición externa (sobre todo en la propia Europa), pero en nada ha afectado al poder de atracción de la UE.
Incluso en la eventualidad de que el ingreso turco a la UE no se cumpla, las mínimas reformas que el sistema político y económico han sufrido se deberán a la presión de las condiciones de ingreso impuestas por Bruselas.
En suma, a pesar de todas las dificultades y la carencia de operaciones de gran impacto mediático, lo cierto es que el poder de atracción de la UE no cesa. Baste el caso del sistemático intento de los inmigrantes de llegar al territorio comunitario. Los imparables y repetitivos incidentes en Lampedusa lo demuestran. Las tensiones en la frontera de las ciudades españolas en el Norte de África revelan la misma presión.
En conclusión, para bien y para mal, la sola existencia de la UE seguirá ejerciendo protagonismo, más allá de la resolución del problema de Ucrania.
Por mucha que sea la agresiva política de Rusia, la presencia de una alternativa de estabilidad justamente al otro lado de la frontera seguirá pesando con fuerza. Este hecho debiera seguir instalado en los análisis que se hagan desde Washington, al menos para tener en cuenta que la ayuda económica de Europa a Ucrania puede ser 10 veces superior a la estadounidense.