Los impresionistas franceses salieron a las calles de París para registrar la vida bulliciosa de una nueva sociedad que entraba en la modernidad y para retratar a las personas normales que poblaban los escenarios en los que transcurría la vida cotidiana.
Sin embargo, en el siglo XVII, un grupo de pintores holandeses ya había llevado a sus cuadros de manera realista la vida cotidiana de la sociedad de la época, adelantándose en doscientos años al giro innovador de los impresionistas. Este movimiento, cuya obra ha sido bautizada como pintura de género, es el que estudia Tzvetan Todorov en «Elogio de lo cotidiano» (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores) su último libro publicado en España. Además de sus ensayos sobre crítica literaria, política, historia y cultura, Todorov ha demostrado ser también un excelente especialista en arte, un tema sobre el que ha publicado libros como «Goya a la sombra de las luces».
Lo cotidiano como protagonista
Para que surgiera en pleno siglo XVII esta revolución pictórica tuvieron quedarse algunas condiciones históricas. Una de las más decisivas, la prohibición por parte de la iglesia reformista de representar motivos religiosos en las obras de arte, derivó a los pintores hacia el mundo profano. Otra fue el interés comercial de los artistas de los Países Bajos, que superó las guerras que entonces se libraban en sus territorios y que enfrentaban a los pueblos a los que también iban dirigidas las obras de esta pintura.
Los pintores holandeses del XVII llevaron ya a sus cuadros escenas de burdeles y tabernas («Pareja en la cama», Jan Steen), madres despiojando a sus hijos o en la cocina de sus casas («Una chica cortando cebollas», Gerard Dou), mujeres leyendo o escribiendo cartas («El mensajero», Pieter de Hooch), soldados bebiendo, cortejando a mujeres («El admirador militar», Gerard Ter Borch)... Estos artistas convirtieron ya las labores de la casa y los trabajos cotidianos en una actividad tan digna como la coronación de un emperador o el milagro de un santo.
Hasta entonces, en las obras de arte, la vida cotidiana había estado siempre sujeta a la vida religiosa o histórica. Los hombres, las mujeres, los niños que se veían en una escena bíblica o rodeando a los personajes de la Historia eran sólo figurantes, únicamente estaban allí formando parte de los escenarios en los que se situaban los protagonistas. Ahora, después de una transición en la que algunos cuadros podían interpretarse desde ambos puntos de vista («La Sagrada Familia o las herramientas del carpintero», Rembrandt), en la pintura de género lo importante ya no son las personas sino lo que éstas hacen («Mujer con collar de perlas», Johannes Vermeer). La mujer y sus labores («Mujer pelando manzanas», Pieter de Hooch) y los trabajadores ejerciendo sus oficios («La casa del afilador», Gerard Ter Boch) se convirtieron en protagonistas de la vida y de la historia.
Dos eran los ámbitos en los que se desarrollaba la pintura de género: la calle y el interior de las casas. Por oposición al exterior tumultuoso y conflictivo, la casa ofrecía la paz familiar y era el escenario de la cotidianeidad tranquila («Madre con sus hijos», Caspar Netscher). Por eso los personajes de la calle eran mayoritariamente hombres, mientras en el interior se representaba más a la mujer. Mujeres haciendo labores del hogar, pero también leyendo, pintando o tocando instrumentos musicales («Dama al virginal», Gabriel Metsu). Son frecuentes también las escenas desarrolladas en los patios de las casas, esos lugares de paso entre el interior y el exterior, que representan la transición entre la paz del hogar y los riesgos mundanos, y que por eso acogen indistintamente tanto los vicios del exterior como las virtudes de la vida recogida («Bebedores junto al arco», Pieter de Hooch). Las escenas y los personajes de estos cuadros simbolizan a menudo los valores morales del calvinismo, que elogiaba las virtudes domésticas y censuraba los placeres de la carne, la bebida y la gula.
La belleza en la vida cotidiana, Tzvetan Todorov
El tema central que ocupa el estudio de Todorov sobre los valores de este movimiento de pintores del XVII es saber si la atención hacia lo cotidiano transformó la manera de pintar hasta entonces vigente. Todorov piensa que, en efecto, el hecho de que los pintores amasen aquello que pintaban hizo que volcasen hacia esos temas una actitud ética que finalmente influyó en su forma de pintar. El hecho de reconocer el valor de las actividades más insignificantes, incluso de las más reprensibles, encontró su equivalente pictórico en la belleza de lo pintado: la estética se impone sobre la condena de lo inmoral. Es posible que la realidad que pintaban no fuera perfecta, pero era la mirada del pintor sobre esa realidad la que la transformaba en belleza.