Al ver cómo antiguos mafiosos y jefes paramilitares actúan en algunas escenas de esas masacres es fácil olvidar el papel que jugó en ellas Estados Unidos. «Fue como recorrer Alemania 40 años después del Holocausto para encontrar que los nazis todavía estaban en el poder», nos dice el director del filme Joshua Oppenheimer.
Si bien la obra no está enfocada hacia el apoyo encubierto que prestó Estados Unidos a la represión en la que murieron al menos medio millón de personas, Oppenheimer espera que este país admita el papel que jugó.
«Hubo abundante apoyo externo al genocidio, y esto sirve de excusa para no pedir perdón», dijo el director en una reciente visita a Washington.
El documental, cuyo codirector es un indonesio que permanece en el anonimato, obtuvo este año el premio de la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión (Bafta por sus siglas en inglés), y el año pasado ganó el del Cine Europeo al Mejor Documental y el Premio Cinematográfico de Asia Pacífico.
«Mi esperanza es que Estados Unidos asuma su responsabilidad, de modo que el gobierno de Indonesia pueda reencontrarse con el pasado y avance hacia una reconciliación y una cura», nos dice Oppenheimer.
Documentos desclasificados muestran que la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) apoyó de forma directa al ejército de Indonesia en su afán de eliminar al Partido Comunista de ese país (PKI) mediante el procedimiento de matar a cualquier sospechoso, después de acusarlo de un fallido golpe de Estado.
«En el mes previo a los acontecimientos del 30 de septiembre de 1965, Estados Unidos buscó mediante operaciones encubiertas provocar un enfrentamiento armado entre el ejército y el movimiento comunista con la finalidad de eliminar al PKI», dijo Bradley Simpson, encargado de la desclasificación de documentos del gobierno estadounidense relativos a Indonesia y Timor Oriental durante el régimen del general Suharto (1966-1998).
«Quizá lo más importante fue que el (entonces gobierno de Lyndon) Johnson dio señales claras de apoyar con entusiasmo el intento de aplastar por completo a los comunistas, con plena conciencia de que conduciría a la violencia generalizada», nos dijo Simpson, del no gubernamental National Security Archive.
Esa violencia estuvo ante los ojos del mundo el domingo 2, cuando se presentaron las obras nominadas al premio de Mejor película documental en la 86 ceremonia anual de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Pero el filme de Oppenheimer fue derrotado por «Twenty Feet from Stardom», una película sobre grandes cantantes que formaron los coros y voces de apoyo a artistas famosos.
Aunque Oppenheimer haya producido uno de los documentales más notables de todos los tiempos, su intención inicial fue filmar otra historia en Indonesia.
Mientras documentaba en 2001 la vida de una comunidad de trabajadores agrícolas explotados, el cineasta que entonces era un veinteañero, fue testigo de los abusos que ejercía la Juventud de Pancasila, una organización paramilitar y mafiosa que sigue reprimiendo a la población hasta ahora.
Como los supervivientes del genocidio fueron amenazados para que no hablaran con él por los militares, algunas víctimas le instaron entonces a entrevistar a los propios perpetradores. Los jefes militares hacen un ostentoso despliegue de brutalidad y corrupción frente a la cámara.
«Al principio sentí miedo, pero cuando lo superé me di cuenta de que todos los entrevistados se jactaban incluso de los detalles más horrorosos de las matanzas, que describían con rostros sonrientes», dijo Oppenheimer.
Ocho años le ha llevado terminar la película, cuyos productores son los premiados cineastas Werner Herzog y Errol Morris. Pero solo dio con el protagonista principal al final: Anwar Congo, fundador del grupo paramilitar que cometió las matanzas.
Congo, quien describe que torturaban y asesinaban a presuntos comunistas «como si estuviéramos matando felizmente», se mueve ante la cámara como si él fuera el director del filme a medida que colabora con sus amigos y camaradas para recrear escenas grabadas en su memoria.
«Yo sentía que su dolor tenía que emerger, así que me demoré en él», explica Oppenheimer.
Pero si bien Congo aparece embrujado por su pasado, en especial por la pesadilla recurrente de una cabeza decapitada cuyos ojos lo miran con fijeza y él no logra cerrar, en definitiva termina recurriendo a la excusa de que cumplía órdenes.
«No creo que para Congo la película equivaliera a una redención», dice el director. «Él no reconoce de manera consciente que lo que hizo fue malo».
Después de que vio la obra terminada, Congo «se mostró muy conmovido, pero luego se recompuso y dijo 'este filme muestra lo que parezco ser yo'», nos contó Oppenheimer. «Suena muy complejo, pero para él fue simplemente mostrarme cómo mataba», explicó.
Adi Zulkadry, compañero de crímenes de Congo quien le advierte que la película podría usarse contra ellos, parece tener una comprensión más profunda de la magnitud de sus actos, si bien también los justifica como una consecuencia de la guerra.
Cuando se le presiona para que responda al hecho de sus actos son crímenes de guerra según los Convenios de Ginebra, Zulkadry responde que él «no necesariamente está de acuerdo con esos tratados internacionales».
«Son los ganadores los que tipifican los crímenes de guerra... Los estadounidenses asesinaron a los indígenas. ¿Alguien los ha castigado por eso? ¡Castíguenlos!», proclama.
Pero, aunque Zulkadry no otorgue ninguna importancia a que Indonesia se abra a su pasado y reconozca que se perpetró un genocidio, esta película puede estar contribuyendo a lograrlo. Se ha proyectado ya miles de veces en Indonesia y está disponible gratis en Internet. También fue exhibida en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Al presentarla, el senador Tom Udall, del Comité de Relaciones Exteriores, dijo a los periodistas presentes que «el gobierno de Estados Unidos debería ser totalmente transparente sobre lo que hizo y lo que sabía, y debería revelar lo que pasó aquí».
Es muy dudoso que Washington se sienta inclinado a modificar su política de negación.
«Cincuenta años es tiempo suficiente para que Estados Unidos e Indonesia hablen de genocidio», insistió Oppenheimer.