Televisión pública en tiempos de crisis

Lorenzo Milá, en una crónica para TVE

Puede que muchos, dentro y fuera de la Corporación, y por razones diferentes unos y otros, se den por contentos, pero hay que reconocer, considerando el panorama confuso y lamentable de la televisión en España, que el que se pueda proclamar con cierta razón que Televisión Española es mejor, en cuanto a calidad general, que sus competidoras, no es mucho decir, o no es decir demasiado, en favor de la cadena pública.

También se admite con justicia que sus informativos son mejores, más sólidos y más completos que los de las demás cadenas, pero en los tiempos que corren y tal como están las cosas, eso tampoco es un argumento determinante que acredite por sí solo, ni mucho menos, los niveles de calidad que cabe esperar de la televisión de todos. Entre otras cosas, porque, lamentablemente, las diferencias no son tan significativas, y en muchos casos no vale la pena ni el esfuerzo de ponerse a comparar: ni en cuanto a contenidos ni en cuanto a formas.

En todo caso, Televisión Española inicia el nuevo año, el primer año de su nueva vida (ahora sin anuncios comerciales en sus emisiones, y oficialmente sin contar con la publicidad como fuente de financiación), en un clima de incertidumbre que asusta y desmoraliza a los profesionales de la propia casa: a los que quedan después del ERE que ha reducido dramáticamente su plantilla. Y también inquieta, en general, a quienes defienden el papel social de la radiotelevisión pública y creen que su presencia en el marco audiovisual del país debe ser sustancial, activa y de primer nivel, y no residual y reducida a una supervivencia precaria y siempre en entredicho frente a las cadenas privadas, que nunca se cansarán de acusar a la televisión estatal de hacerles una competencia desleal o de «distorsionar el mercado».

Hoy por hoy, las privadas (se supone que van a tocar a más a la hora de repartir los ingresos procedentes de la famosa tarta publicitaria) están contentas con la desaparición de los anuncios en TVE. Además, por imperativos legales y políticos, y sobre todo por sus escaseces de presupuesto, parece claro que la televisión estatal va a tener que ejercer su papel de «servicio público» en un sentido muy restrictivo y con pocas posibilidades, realmente, de competir por la audiencia.

Para los que ven en la BBC el ideal a imitar, no deja de ser un logro que le radiotelevisión pública española prescinda de la publicidad. Muchos recordarán con nostalgia aquel lema, tan lejano en todos los sentidos, que caracterizaba a la revista La Codorniz, y que hoy suena casi utópico: «Donde no hay publicidad, resplandece la verdad»,un mensaje que no siempre resulta ser cierto, pero que seguro que sigue despertando simpatías innumerables. Pero esta es una época de crisis general de los medios, con cierres masivos de empresas y un torbellino de cambios en tecnologías y formas de trabajo que apuntan al fin del periodismo tradicional y hasta de la propia prensa escrita. Y en este panorama, ni la publicidad da para sobrevivir, y los periódicos se plantean pedir ayudas públicas mientras análisis sesudos ponderan el sacrificio y la servidumbre que ello puede suponer en términos de independencia. Para TVE, estaba claro que la publicidad como fuente de financiación era insuficiente, especialmente con la caída de ingresos motivada por la crisis.

Pero tampoco está claro por qué esa fórmula que se ha impuesto, tomada del caso francés (el que las cadenas privadas, sus competidoras, seriamente afectadas también por la crisis, tengan que aportar un 3 % de sus ingresos para financiar Radiotelevisión Española, y un porcentaje más reducido en el caso de los operadores de telefonía) vaya a proporcionarle más seguridad económica o una mayor estabilidad presupuestaria. Sobre todo, porque es bien probable que las privadas empiecen pronto a protestar por esa obligación y a proclamar que es una imposición abusiva, y no es de descartar que hasta termine por cuestionarse su constitucionalidad, como ha ocurrido con el precepto de tener que invertir en cine español, o europeo.

La buena televisión cuesta dinero

A los británicos, tener la mejor televisión del mundo (pública, naturalmente, y sin publicidad desde siempre) les cuesta hoy 142,5 libras al año. Esa cantidad, equivalente a unos 158 euros, es la licence fee, o el canon, que pagan cada año en el Reino Unido todos aquellos que cuentan en su casa con un televisor al menos, siempre que éste sea en color, porque el que pueda justificar que, aún en estos tiempos, sigue viendo la televisión en blanco y negro solo tendrá que pagar 48 libras, es decir, unos 53 euros anuales. Con ese canon se financia la BBC, que a cambio ofrece una amplia variedad de servicios de extraordinaria calidad, que representan un orgullo para el país y un gran valor cultural para sus ciudadanos, al tiempo que contribuyen a estimular y mantener una potente industria audiovisual en el Reino Unido.

Lo del canon para financiar la televisión estatal no es privativo de los británicos, aunque muchos en España no lo sepan o aparenten no saberlo. Lo pagan también en la mayoría de los países de nuestro entorno: es el caso de Francia (115 € al año), Alemania (193 €), Italia (92 €), Irlanda (176 €), Austria (218 €) o Suecia (176 €). Curiosamente, en muchos de esos países, las televisiones públicas sí emiten publicidad para complementar sus ingresos, aunque en general muy restringida y no invasiva.

Pero, naturalmente, por seguir con el ejemplo británico, el hecho de que la BBC sea lo que es y cumpla a conciencia con sus principios básicos y con sus objetivos como servicio público y gratuito de informar, formar y divertir a los espectadores (sin renunciar, por lo tanto, al entretenimiento), no gusta a todo el mundo.

James Murdoch, responsable para Europa del imperio mediático News Corporation e hijo y heredero del magnate Rupert Murdoch, que controla entre otros el conglomerado televisivo Sky, ha dirigido en los últimos meses durísimos ataques contra la BBC, acusándola de «ahogar el mercado», de gastar alegremente y sin límite gracias al dinero de la licence fee, de impedir a las empresas privadas hacer negocio en el terreno audiovisual y de arruinar el pluralismo y la independencia. Porque, según Murdoch, en palabras textuales suyas, «la única garantía fiable, estable y duradera de la independencia es el beneficio empresarial». Por eso no le gusta tampoco que la BBC ofrezca una magnífica página web de noticias a la que cualquiera puede acceder gratuitamente (Murdoch se queja de que así las empresas privadas no pueden expandir sus propios servicios en Internet y cobrar por ellos), ni tampoco le gusta, en definitiva, «el exceso de regulaciones» y de organismos de supervisión que existe en el Reino Unido.

La verdad es que los responsables de la BBC se hacen a la idea de que algo tiene que cambiar en el funcionamiento de la corporación británica, y reconocen que va a haber que tomar «decisiones difíciles», controlar el nivel de gasto e incluso reconsiderar las dimensiones y la envergadura de la casa, aunque sin renunciar a sus principios y a su papel, porque, eso sí, las encuestas indican que los espectadores, el público que paga el canon, está satisfecho con el servicio que recibe a cambio.

Es más, con el cambio de año, la BBC ha iniciado una campaña de autoafirmación en la que responde a las críticas (como la de James Murdoch) y recuerda que la corporación no es una carga para el país sino una gran fuente de actividad económica y de innovación tecnológica, que ayuda a mantener empresas, negocios y puestos de trabajo y genera, en definitiva, más de 7.500 millones de libras para el conjunto de la economía británica.

Y en efecto, pese a la fama de arrogancia, o incluso prepotencia, que arrastra la corporación pública británica, muchas empresas de producción en el Reino Unido, verían con gran inquietud el que, especialmente en época de crisis, la BBC (un poderoso motor para el sector audiovisual y de la cultura en general) se viera obligada a reducir su actividad.

Lo que pone de manifiesto el caso de Gran Bretaña o de Alemania, especialmente, pero también el de muchas otras naciones de nuestra Europa, es que una televisión pública fuerte y activa es, además de un instrumento cultural insustituible, un elemento dinamizador de la industria y de la producción y una referencia esencial para marcar la calidad del panorama audiovisual de un país. Lamentablemente, el caso de España es también ejemplar en ese sentido.