Desde hace muchos años vengo repitiendo incansablemente que ser gitano o gitana en Andalucía es una forma de manifestar la ciudadanía española distinta de la del resto de los gitanos de la península. Lo que no quiere decir que sea mejor o peor, que no se trata de eso. Tan solo decimos que de Despeñaperros para arriba decir «gitano» o «gitana» suena de una forma, y que decirlo de Despeñaperros para abajo suena de otra. Y excepciones las que se quieran, que posiblemente sean muchas.
Ese pensamiento lo he reducido de forma contundente afirmando que en verdad yo no se si los gitanos están «andaluzados» o los andaluces «agitanados». Y si alguien pone en duda lo que digo reconozcan conmigo que toda las mujeres españolas, de cualquiera de las comunidades que conforman el acerbo cultural de nuestra nación, tienen su típico traje regional, menos las andaluzas.
Pienso en la gandalla con que se recogen el pelo las catalanas o en sus faldas de lino ornamentadas con motivos florales. O en las mujeres gallegas que lucen preciosas faldas largas, generalmente rojas, rematadas al final por cintas negras, sin olvidar el dengue que es una especie de capa que reluce decorada con perlas y terciopelo. Y con mi imaginación estoy viendo a las mozas extremeñas con su faltriquera, pegada al refajo, que son auténticas obras de arte. Y el gorro extremeño inconfundible, adornado con botones nacarados, trozos de fieltro de colores y lentejuelas a las que no falta el espejito característico de las mozas solteras. Sin olvidar a las castellanas, tanto a las de arriba como a las de abajo, así como a las mujeres leonesas de planta tan firme como elegante. El refajo era antiguamente lo que caracterizaba el traje de la mujer castellana adornado con brocados de flores. Y encima no podía faltar el jubón con una pañoleta cogida con alfileres. Las gráciles mujeres madrileñas han heredado en gran medida las formas del traje femenino castellano leonés.
Bien sé que alguien me podrá describir algunas variedades puramente provinciales de vestidos andaluces con los que las guapísimas mujeres almerienses podrían diferenciarse de las aladas y gráciles muchachas gaditanas. Pero solamente sería eso: variedades de territorios menores. Cuando la mujer andaluza quiere revestirse de lo que es: portadora de la cultura trimilenaria de los fenicios, alegre y voladora como las golondrinas que cada temporada se alojan en los cables de nuestro paisaje urbano, apasionada y valiente como las gaditanas que se hacían tirabuzones con las bombas que tiraban los fanfarrones, entonces la andaluza se viste de gitana, no de flamenca, que eso no existe, de gitana. Porque los gitanos somos la quintaesencia de Andalucía o como dijo y escribió Federico, «los gitanos son lo más elevado, lo más profundo y lo más aristocrático de mi país».
¿Se ha de extrañar alguien, por lo tanto, que las andaluzas, mujeres tan sufridas como rebeldes, tan inteligentes como maltratadas por la vida y la política, tan femeninas y apasionadas como la hicieron la mezcla de tantos impulsos heredados, castellanos y árabes, que vinieron desde oriente hasta formar en Córdoba el emporio más rico y culto del mundo civilizado, se ha de extrañar alguien, repito, que en el fondo de sus sentimientos más puros e independientes, las andaluzas quieran ser gitanas?
Y porque quisieron ser gitanas, sin distinción de clases, hicieron suya la forma de vestir de nuestras mujeres que conservaban a pesar de su pobreza la elegancia del gesto altivo y el embrujo heredado de oriente. Y en esa transición todos salimos ganando. Las gitanas que ya eran andaluzas desde hacía tres siglos y las andaluzas que sin ser gitanas terminaron siéndolo. Una vez más Andalucía, la tierra de las cuatro culturas (no tres, que eso es un despropósito) ofreciendo al mundo un maravilloso ejemplo de convivencia desde la interculturalidad.
Hay que desterrar la definición de «traje de flamenca»
Y hay que hacerlo porque es de justicia y por no seguir manteniendo una ficción que no hay por donde agarrarla. Hay quien dice que el origen del «traje de flamenca» está en los vestidos de faena de la mujer andaluza. ¡Que disparate! A mí me cuesta mucho imaginar a las campesinas granadinas, sevillanas o malagueñas trabajando en el campo revestidas con la moda flamenca ─esa sí que era verdaderamente flamenca─ que se implantó en España después que los Reyes Católicos casaran a su hija Juana con Felipe el Hermoso que fue un autentico referente de la moda flamenca implantada en España. La especial relación que tuvieron Don Fernando y Doña Isabel con la corte de Borgoña, dice Rafael Muñoz, fue «símbolo de distinción e indica que la sociedad castellana seguía las pautas de la moda más refinada de Europa, la borgoñona. El gusto por las cosas 'al uso de Flandes' fue una constante en Castilla». Por eso Andalucía, como Castilla, fue en los siglos XV y XVI, un estupendo cliente en los mercados de Amberes y Brujas.
En conclusión
Que el origen del traje con el que la mujer andaluza reafirma su condición de pertenencia a una de las tierras más variopinta y compleja de España es la vestimenta con que las gitanas de todos los siglos han atravesado el mundo desde la India hasta llegar a Jaén en 1462. El referente más próximo de esa indumentaria es el sari indio. Y que cuando en el año 1847 los gitanos y las gitanas acudieron al Prado de San Sebastian para celebrar allí su Feria de Ganado, ellas vestían tal como aparecen en las viejas fotografías que reproducimos. Y a partir de ahí empezó la verdadera y más eficaz revolución cultural: la que ha hecho que gitanos y andaluces, a pesar de los racistas, nos consideremos parte de una misma familia.
Lástima que esa identificación se haya quedado tan solo en la identificación cultural y haya olvidado la verdadera revolución social que es aquella que debería sacarnos de la miseria y el abandono con que todavía vive una parte muy importante de los gitanos andaluces.