El Tratado de Lisboa, con sus limitaciones, intenta preparar a la Unión Europea para futuras ampliaciones en un nuevo juego de relaciones internacionales, un mundo globalizado pero multipolar y unos escenarios de conflicto imprevisibles. Alguien, con buen juicio, previó que si no se sale en la foto, no se es nadie y decidió que Europa debía tener un líder, no 27 o más, que fuera la representación visible de la Unión en el mundo.
Pero el Tratado de Lisboa se negoció sobre la base de un imposible proyecto de Constitución europea, fallido en su propia nomenclatura y después en las urnas. De modo que se optó por pasar por alto todo aquello que fuera susceptible de crear problemas con tal de tener un marco donde poder avanzar siquiera unos pasos.
De esta manera, el Tratado prevé que la UE tendrá un presidente estable, aunque las presidencias nacionales rotatorias se mantengan. Una figura a la que el Kissinger de turno siempre podría llamar, en lugar de tener una agenda con 27 números de teléfono. ¿Pero cómo dibujar sus trazos, sus funciones, sus competencias en un club con 27 nacionalidades, 27 intereses, 27 deseos de protagonismo? Se resolvió dejando en blanco la casilla de "para qué vale este presidente estable".
Ante la posibilidad de que el cargo se quedara en una figura física pero retórica, los negociadores del Tratado pensaron que debería haber alguien con capacidad ejecutiva real, un ministro de Exteriores que tomara café de tú a tú con Hillary Clinton. Tenemos un Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, que un risueño Javier Solana, tacita a tacita, ha conseguido dar forma, aunque lo que falte aún sea esa política. Pero queremos más. Más competencias, más fuerza, más visibilidad, más acción... pero no tanta. Ni siquiera fue posible que el cargo se llamara ministro de asuntos exteriores, que cualquier europeo habría entendido. Hubo que mantener la denominación actual porque esa otra hiere susceptibilidades y cede soberanías. A cambio, esa figura será vicepresidente de la Comisión Europea para que tenga voz y voto en las iniciativas, los desarrollos y las conclusiones.
Diseñados los moldes, ha habido dos años de proceso de ratificación del Tratado para perfilar, negociar y definir los contenidos, es decir, quién va a ocupar esos dos importantes cargos. El puzle europeo tiene en cuenta el juego de conservadores y socialistas, países pequeños y grandes, países fundadores, medios y de la ampliación, hombres y mujeres, Estados del Norte o del Sur de Europa,... todo un jeroglífico para dar con dos nombres y apellidos.
La vacante tenía unos requisitos, según opinión mayoritaria. Se busca líder europeo con amplio currículum europeísta, un cierto carisma, pero no demasiado, por si dejara en segundo plano a Merkel o Sarkozy, y capacidad de trabajo, para que el cargo de presidente estable de la Unión europea tenga un cometido que debe inventar sobre la marcha.
Ahora, precipitada la ratificación checa, es el momento de decidir quién y no parece que haya quién. Tony Blair ha muerto de éxito antes de triunfar, Felipe González se asomó o le asomaron pero debió pensar que el hueso lo comiera otro perro. Y después de ellos, casi la nada. Los nombres que se barajan, sin duda respetables, tienen una talla política sólo discreta, una trayectoria que no ha brillado especialmente en su europeísmo y unas dotes negociadoras que resultan una incógnita en la diplomacia internacional.
El luxemburgués Jean-Claude Juncker, que parece que fue blando como presidente del Ecofin para afrontar la crisis económica; el holandés Peter Balkenende, a quien sus compatriotas dijeron no en el referéndum constitucional, o el belga Herman Van Rumpuy, que tiene a favor haber sabido templar gaitas en un país al borde de la desintegración y, hasta el momento, ningún "pero", han sido los nombres que han ido sonando con fuerza y sustituyéndose uno a otro en las quinielas como favorito. Parece que el eje francoalemán ha optado por un perfil bajo, que no haga demasiada sombra y saque del apuro.
La UE se queja desde hace 50 años de que sus ciudadanos no se han identificado con las instituciones europeas, de que la maquinaria comunitaria funciona al margen de la gente, de que las iniciativas no tienen eco y de que los europeos desconocen quién manda en la UE o, al menos, quién trabaja en la UE.
Será ésta la enésima oportunidad perdida para que podamos identificarnos con unas figuras que nos representen en el mundo, no sólo en la foto de rigor con Obama, sino en Oriente Próximo, en Moscú o en Pekín. Oportunidad perdida para que un europeo de Madrid, Helsinki o Bucarest vea a otro europeo como su presidente. euroXpress