Cuenta el periodista Robert D. Kaplan en Fantasmas Balcánicos, citando a un intelectual del folclore rumano, Adrian Poruciuc, que el hogar, «la familia sentada alrededor de la humilde mesa con la comida servida» es el símbolo popular del pueblo rumano. ¿Podéis imaginar lo que supone viajar 3.000 kilómetros hacia lo desconocido para salvar ese símbolo, ese conjunto de seres queridos? Sorín viajó. A Lérida. Y Vanya, búlgara, a Valencia. A ella le engañaron. No le dijeron que tendría que dar una parte de lo ganado recogiendo naranjas al patrón, y otra a quien le había encontrado el trabajo, hasta que llegó allí. Tuvo que recoger la comida que tiraban los supermercados al cerrar para sobrevivir. Quería ir a hacer la temporada, pero apenas ahorró. Estudia Arte Sacro. Pinta mosaicos.
Ion también cruzó Europa, o Juan, porque en España le llaman así. Giorgiana, o Gabi aún no lo han hecho, pero lo desean, como el 90 por ciento de jóvenes a quienes se les pregunta, porque el otro 10 por ciento no tiene tiempo para soñar. Aspiran a un futuro mejor, pero Rumanía casi nunca está en sus planes. ¿Por qué habéis perdido la esperanza en un futuro mejor en vuestro país? Se lo pregunto a Giorgiana, que cuenta con alegría que ha encontrado un trabajo relacionado con sus estudios de Medio Ambiente. «Antes podíamos esperar que las cosas fueran a cambiar, pero ha pasado mucho tiempo [desde la caída del régimen de Ceausescu] y no es que nada haya cambiado, es que todo ha ido a peor», lamenta.
Giorgiana trabajará para una empresa española, con sede en Barcelona, 40 horas semanales, de lunes a viernes, cobrando alrededor de 400 euros. Empresa española. Precios españoles. Sueldo rumano. ¿Dónde está el truco? La gasolina es más cara, la factura de la luz sube más, la comida del supermercado tiene más o menos el mismo precio que en España, o mayor, pero casi nunca menor... ¿Cómo lo hacéis? «Aprendemos», contestan casi siempre, con resignación. ¿Y no hay tiempo para vivir? «No hay otro remedio», apostillan.
El instinto de supervivencia elevado a un alta potencia, la necesidad de trabajar/estudiar/trabajar/ es el opio del pueblo rumano. Juan tiene suerte. En el 96 viajó a Israel para trabajar allí durante un año como albañil, construyendo uno de los edificios gubernamentales. La empresa le dio un sitio donde dormir que no tenía que pagar, un sueldo de 1000 dólares y sus gastos eran reducidos. «Era la primera vez que salía, yo también quería ver mundo». Cuando el contrato terminó volvió a Alba Iulia, la ciudad donde se firmó la unión de Rumanía tal como es ahora. Después Tarragona. Después Ibiza. Tras nueve años de ir y venir, en los que le ha acompañado su mujer, Micaela, ahora piensa en quedarse en su ciudad natal. Hablamos del futuro, pero como otras tantas personas, me habla de un pasado aparentemente mejor: «Con Ceausescu teníamos lo que necesitábamos, dinero suficiente para comprar lo que quisiéramos, pero no había nada que comprar, y ahora podemos comprar todo lo que queramos, pero no tenemos suficiente dinero».
La frase se repite en muchas conversaciones, en las que tampoco faltan muestras de frustración con la clase política. Poca gente cree en ella en Rumanía. En las últimas elecciones la abuela de Andra, que no fue a votar, figuraba como votante asistente a los comicios. «Sí que voy a votar, pero mi voto es nulo. ¿De qué sirve mi voto si hay tanta corrupción?», dice Andra.
Acción social
Sin embargo no todo el mundo piensa así. Sorprende que cuando hablan del pasado, nadie habla de libertades, sino de comer, tener trabajo, de vivir con un mínimo de «dignidad». Es el primer peldaño de la vida, quizá. Una idea no vale lo mismo que un plato de comida, no cuando del plato depende la vida y la idea puede esperar. Cuando se tiene el estómago caliente, se puede pensar en otras cosas, se plantean. Hay otros espacios donde se ejerce presión social. Recientemente se ocupó la Facultad de Historia de la Universidad de Bucarest, como protesta social por una educación mejor y hubo otra jornada de encierro nocturno en la de Lenguas Extranjeras. Algo parece estar gestándose en la sociedad rumana, que estos días está saliendo a las calles para protestar contra subidas de impuestos, recortes en servicios sociales y una corrupta clase política. Es pronto para hablar de una nueva revolución europea, pero la sensación y las proclamas de los estudiantes, hombres y mujeres que protestan estos días en numerosas ciudades rumanas podrían desembocar en una fuerte oposición social cuyos efectos van haciendo mella en el Gobierno.
El próximo 28 de enero la sociedad rumana saldrá a la calle para impedir que la zona de Roșia Montana sea una zona de explotación minera. El oro rumano está ahí, pero resulta ser un lugar de gran valor natural y antropológico. El gobierno está metido en la empresa que quiere explotar la zona... Activistas de todas partes han estado informando en puntos de gran afluencia como el metro y a pesar de esa aparente enorme desesperanza, la gente ha ido escribiendo su nombre en las hojas de firmas en contra del proyecto y también se han llevado importantes acciones de protesta en la calle con anterioridad.
Desde pequeños espacios como la Biblioteca Alternativa o Centrul Filia se lucha dando cabida a la acción social, probablemente tan mal vista aquí como en otros sitios, pero quizá aún más aquí, pues la mirada negativa hacia la clase política parece contagiarse hacia todo aquello relacionado con ella. No es lo mismo hablar en Rumanía de comunismo que en otros contextos, tampoco hablar de izquierdas, hay otros matices, otros motivos, otro background.
Money, money, money
Cuando un rumano o rumana habla de cómo van las cosas en el país, habla de dinero. Los estereotipos occidentales no ayudan nada a esta gente cálida, enormemente trabajadora, amiga de visitantes y de quienes se esfuerzan en aprender más sobre su cultura marginada a los pies de Europa. Hace poco le decía a un taxista, creo recordar que su nombre era Catalin, que la gente de Rumanía era muy cálida, muy acogedora. «¿Y la española no?», respondió. Había estado un año trabajando como camarero en Alcalá de Henares, Madrid. Allí dijo haber dejado un par de buenos amigos. Ahora trabaja conduciendo un taxi, está divorciado y tiene una hija. «Allí con 100 euros puedes hacer una compra para comer todo el mes, aquí necesitas el doble». Comparte su sueldo con su familia, rota, quién sabe si por las consecuencias de su emigración. Dejar el hogar no es fácil. Las familias se separan, y de su separación depende muchas veces su supervivencia, sobre todo, si no tienen otro concepto de vida más allá de la unidad familiar. Aún me pregunto cómo lo hacen. George me dio una de las claves hace algún tiempo: «Estoy contento, este fin de semana llevo más dinero a casa». La solidaridad es la base. Comparten salarios y cuando hay abundancia todos reciben tanto como dejan de recibir cuando el bosillo de uno está más vacío.
Le digo a Juan que no me extraña que en estas situaciones algunas personas se vean en la situación de tener que robar. He visto madres durmiendo en la calle con niños de no más de 4 años, numerosas personas ancianas que piden dinero o lo que sea, he escuchado historias sobre sobornos al médico para tener la garantía de ser atendido correctamente en una operación sin importancia... Eso es Bucarest, la representación de la historia rumana, el caos, una mezcla de resignación en gente enormemente cálida y orgullosa de su cultura y sus tradiciones. Las personas, no las instituciones, no las manos invisibles, son las que mueven el mundo. Ellas se mueven. Ellas lo cambian.