Desarrollar una estrategia para restablecer el orden exige entender la complejidad de las causas de las fisuras de hoy. Y el mejor lugar para empezar es el destino de los cuatro imperios principales.
Esa historia comienza en 1923 con la caída del Imperio Otomano que, durante su apogeo en el siglo XVI y XVII, controlaba gran parte del sudeste de Europa, Asia occidental y el norte de África. Casi siete décadas después se produjo la disolución de la Unión Soviética, seguida del renacimiento de un imperio chino que apunta a traducir su éxito económico en influencia geopolítica.
Finalmente, y más importante, está el declive de la influencia de Estados Unidos -al que Raymond Aron llamó «la república imperial»-. Después de todo, Estados Unidos fue quien organizó y respaldó las instituciones multilaterales post-1945 -el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otros- para sustentar la estabilidad global. La imposibilidad de ese sistema de adaptarse a las cambiantes realidades geopolíticas y económicas ha planteado serias cuestiones respecto de su legitimidad.
El mundo hoy no está tan dividido en «imperios» y la cantidad de actores (incluidos muchos actores disfuncionales) en la escena mundial se ha multiplicado -una tendencia impulsada por la noción de que la identidad y la soberanía nacional están intrínsecamente vinculadas-. Tras la descolonización de África, la proliferación de estados -incluidos aquellos que algunos consideraban «artificiales»- fue ampliamente tachada de alimentar tensiones e inestabilidad en un continente ya frágil. Un fenómeno similar hoy puede estar ocurriendo en una escala global.
Otro factor que contribuye al ascenso del desorden es la explosión de la desigualdad. Con la globalización, la división entre los más ricos y los más pobres -tanto dentro de los países como entre ellos- se volvió más grande, reduciendo la sensación de unidad de propósito que es tan importante para un sistema internacional legítimo. ¿Cómo se puede hablar del «bien común» cuando tan pocos tienen tanto y tantos tienen tan poco?
Frente a este contexto, sin duda resultará extremadamente difícil crear un orden internacional que alcance el equilibrio necesario entre legitimidad y poder. Para hacer frente a este desafío, se destacan tres enfoques potenciales.
El primer enfoque implica redefinir el orden internacional para que refleje mejor las realidades geopolíticas. Después de la Segunda Guerra Mundial, surgió un orden mundial bipolar, dominado por Estados Unidos y la Unión Soviética. Cuando la Unión Soviética se derrumbó, el mundo se volvió unipolar y Estados Unidos era la única superpotencia. Pero, en la década pasada, en tanto Estados Unidos fue abandonando su posición de liderazgo global, ningún otro país dio un paso adelante para ocupar el vacío y el sistema se volvió vulnerable a la inestabilidad.
Claramente, otra potencia debe ayudar a Estados Unidos a respaldar la estabilidad global y promover la cooperación multilateral. La Unión Europea, sumida en la crisis, no está preparada para desempeñar este rol. Rusia no sólo carece de los medios para asumir semejante postura; también ha demostrado ser un generador primario de desorden. Y los países emergentes como Brasil y la India, así como países desarrollados como Japón, son grandes potencias regionales, pero todavía tienen que desarrollar una mentalidad global.
En verdad, el único país con los medios y la ambición de desempeñarse a la par de Estados Unidos como líder mundial es China (una conclusión obvia, tal vez). Juntos, estos países pueden revitalizar el sistema internacional de manera que esté en mejores condiciones de poner fin a la ola de caos y violencia.
Por supuesto, la creación de un mundo bipolar de estas características no sería una panacea. A pesar de su relativa decadencia, Estados Unidos sigue teniendo ventajas estructurales importantes frente a China en relación a innovación y valores, por no mencionar los recursos energéticos inmensamente superiores. En consecuencia, el nuevo orden sería asimétrico. Aun así, el reconocimiento de China como una verdadera potencia global forzaría a Estados Unidos a asumir su hegemonía en declive y obligaría a los líderes de China a reconocer sus responsabilidades internacionales.
El segundo enfoque para revitalizar el sistema internacional consiste en reforzar los valores que lo sustentan. A fines del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau estaba convencido de que la ausencia de democracia en Europa constituía una de las principales causas de guerra. Hoy, pareciera que lo que está faltando es el régimen de derecho.
La dinámica es simple. Los ciudadanos comunes han sido testigos de cómo los ricos se vuelven más ricos -muchas veces ayudados, de manera directa o indirecta, por gobiernos corruptos- y esto hace que cada vez se sientan más frustrados. Para apaciguar el malestar popular, muchos gobiernos han recurrido al nacionalismo, a veces en su forma más revanchista, culpando a algún enemigo externo -digamos, los países occidentales que han impuesto sanciones a Rusia- por las penurias de sus ciudadanos. Un sistema internacional que hiciera cumplir de manera efectiva el régimen de derecho sería un gran paso hacia adelante para mitigar estos comportamientos generadores de conflictos.
El tercer enfoque es reevaluar el funcionamiento de las instituciones multilaterales. Específicamente, la mejor manera de trascender la parálisis del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es trasladar algunas decisiones importantes a una institución más informal como el G-20, cuya composición, si bien dista de ser ideal, es más representativa de la dinámica geopolítica de hoy.
Estas tres estrategias no son las únicas opciones que los líderes globales tienen para reformar el sistema internacional. Pero el único enfoque que no deben elegir es el de no hacer nada -a menos que estén dispuestos a permitir una mayor erosión del orden global y, con eso, una continua caída en el caos y la violencia.