Lo peor del programa alemán no es su crudeza y falta de flexibilidad con los griegos, ya reacios a más reformas, sino que es un plan equivocado. En lugar de reestructurar la deuda para hacerla viable y apoyar la inversión en bienes tangibles para conseguir ganar el tiempo y la credibilidad que se necesitan para las largas y difíciles reformas que se avecinan, se le ha recetado a los griegos más de lo mismo: seguid recortando hasta que os derrumbéis. Insistir en esta fracasada estrategia con tesón suevo y rigor prusiano es lo que ha convertido a Wolfgang Schäuble en un personaje famoso en su tierra y en un despreciado dictador alemán fuera de ella. Esta política ha ayudado mucho a destruir la confianza y el respeto por Alemania dentro de Europa.
Es cierto que las cosas podrían haber sido aún peor! Imaginemos que Alexis Tsipras hubiera dado el paso populista de rechazar el ultimatum de Bruselas y que el ministro de Hacienda alemán hubiera conseguido su Grexit. Grecia habría implotado y podría haberse vuelto ingobernable, fracasando el euro como moneda unificadora. Los mercados especulativos habrían movido su punto de mira hacia otros países europeos en crisis y Alemania se habría convertido en la culpable de la vuelta atrás del proceso de integración europeo. Gracias Tsipras, por haber aceptado la completa humillación en lugar de desencadenar el desastre.
Su claudicación ha dado a Europa la que puede ser la última oportunidad para cambiar de rumbo. Sin embargo, hay pocas esperanzas de que los vencedores en Bruselas muestren el valor y la agilidad necesarios para hacer frente finalmente a los problemas de base de la construcción de la Eurozona. Serían necesarias políticas regionales integrales para las infraestructuras, compensaciones monetarias para los Estados Miembros periféricos por sus desventajas estratégicas, inversión conjunta en bienes tangibles y, también, reconocer que no se debe permitir que los errores del pasado entorpezcan el futuro a largo plazo.
El pueblo griego ha hecho grandes sacrificios durante estos últimos cinco años para compensar los graves errores políticos y económicos de las recientes décadas. Aún así, estos recortes sin precedente ni han resuelto la crisis de deuda ni han fomentado la inversión. La bancarrota estatal cuelga sobre sus cabezas como la espada de Damocles, y la amenaza de expulsión de la Eurozona provoca constantemente fugas de capital. Todo esto auyenta a los posibles inversores. Al votar masivamente a favor de Tsipras y contra la Troika a pesar de los cierres de los bancos y la amenaza del caos económico, los giegos han demostrado que más austeridad es sencillamente inviable bajo condiciones democráticas. No se puede secuestrar a las futuras generaciones durante décadas para que respondan por las élites corruptas, sobre todo teniendo en cuenta que Europa ha estado años haciendo la vista gorda con los desmanes de Grecia, por lo que no puede negar cierta responsabilidad.
Cualquiera que, aún bajo el pretexto de tratados vigentes y acuerdos, trate de negar el clarísimamente necesario cambio de rumbo en las políticas hacia Grecia, está negando la realidad. El programa de austeridad que se ha impuesto a Grecia y para el que se dijo que no había alternativa es probablemente el primero en la historia del FMI que se ha tachado de inútil, incluso por la propia madre de todos los programas de austeridad.
Por el propio interés de Alemania y de Europa debe haber un retorno (especialmente en Berlín), al pragmatismo en el que el origen de las actuaciones políticas sea la compleja naturaleza de la realidad Europea, más que el simple pensamiento mercantilista. ¿Qué ha pasado para que la élite alemana y la mayoría de su pueblo haya perdido completamente la orientación europea durante esta crisis? ¿Qué ha pasado con el estilo del anterior canciller Helmut Kohl, que pensaba que aunque el dinero puede influir en el desarrollo de la historia, no se puede permitir que las estrecheces de mira económicas dicten el camino a seguir? Costando dos billones de euros, el plan de unidad alemana de Kohl parecía increíblemente caro, pero fue una hazaña política enorme. De la misma forma que la unión monetaria alemana, la europea no puede triunfar sin pagos e inversión tangible en los países en crisis. Ningún acuerdo, ningún préstamo (por duro que pueda ser) y ningún gobierno griego puede cambiar eso.
La Europa de las reuniones de toda la noche, de innumerables negociaciones y de constantes medias tintas, pero también de progresiva integración, está basada en un afán de compromiso entre fuertes y débiles, entre grandes y pequeños. Se trata de superar una cultura marcada por la lucha entre las esferas de influencia imperialistas, las grandes ambiciones de poder. Nadie se ha aprovechado más de este camino hacia la integración que Alemania. Después de dos asoladoras guerras mundiales y las atrocidades nazis y los crímenes de guerra por toda Europa, la supremacía alemana ya no era posible, a pesar de la fortaleza económica del país. Para Bonn la contención política jugaba en interés del estado, si es que después de Auschwitz Alemania iba a volver algún día a la civilización europea. Esta contención consciente ha resultado beneficiosa para Europa, pero sobre todo para Alemania. Un país que es demasiado grande como para no ser una potencia pero demasiado pequeño como para ser una fuerza hegemónica debe ser liderado con mucha habilidad política para asegurar la paz, el compañerismo y la seguridad para consigo mismo y sus vecinos.
De Adenauer a Kohl, los cancilleres alemanes sólo han podido desear hacer lo que era correcto. Afrontando una soberanía limitada, la guerra fría y la reciente memoria de Kragujevac, Lidice, Marzabotto, Oradour, Putten, Vinkt, Varsovia y todos los demás escenarios de crímenes de guerra alemanes, el pueblo germano no podía y no quería convertir su poderío económico en una pretensión del liderazgo político de Europa.
Con la reunificación, Alemania recobró su soberanía nacional completa y se convirtió en el país con mayor población y con la economía más fuerte en el corazón de Europa. Desde entonces, hacer lo correcto ha pasado a depender sólo del sentido de la ética en Alemania. Una tarea mucho mas árdua, ya que no todo lo que es ético para Europa puede mostrar un beneficio inmediato entre el Rin y el Óder. Se necesita justificar con frecuencia en público por qué intereses nacionales (algunos supuestos y otros reales) deben ser relegados a segundo plano por el bien del proyecto de paz europeo.
O Europa se sustenta en la democracia y la solidaridad, o no habrá Europa. La idea de que la integración europea se puede conseguir por medio de la competitividad entre sus miembros, con los mercados como institución supranacional, es una ilusión salida del sueño de los tecnócratas. La realidad no cabe en el corsé de Maastricht. No hay escapatoria a la necesidad de una unión económica y política más profunda si se debe mantener la moneda única.
Alemania amenaza ahora con salirse del exitoso camino de la modestia integracionista y las soluciones pragmáticas. Pero no es una consecuencia lógica, ni un subproducto inevitable de obtener un poder mayor. Más bien, es un error. Nunca es demasiado tarde para cambiar el rumbo. En este sentido, un gesto de relevancia sería complementar el lisiado tercer paquete de austeridad con un veloz y generoso programa de inversión. Crear una fundación greco-alemana por la cultura, la educación y la investigación sería dar un paso más, que ayudaría a superar los sentimientos emponzoñados entre estos dos pueblos antes de que esas emociones se vuelvan indelebles.
Un cambio de políticas necesita de nuevas ideas, y por el bien de la credibilidad y la confianza, a veces nuevas caras también. El ministro de finanzas griego, que como su homólogo aleman está dotado de una gran inteligencia y cierta arrogancia, dio un ejemplo de responsabilidad y dimitió en la cumbre de su popularidad para mantener su integridad, ayudar a su país y no obstaculizar el siguiente intento por atajar la crisis.