Nuevos testimonio e investigaciones se unen a la condena a los años más negros del régimen soviético. En 1937, vigésimo aniversario de la revolución, la Unión Soviética era, como el título de una de sus revistas más divulgadas (URSS en construcción), un país en construcción. Moscú era una ciudad tomada por las grúas y los andamios, desperdigados en decenas de grandes obras, desde el metro a las nuevas fábricas, del Canal a los grandes rascacielos y los nuevos edificios oficiales. A los gobernantes les interesaba transmitir al mundo una imagen en evolución de la capital sovietizada, con el retrato de Stalin presidiendo las vallas que protegían las excavaciones y en los escaparates de los nuevos comercios.
Mientras tanto, oculta tras esta parafernalia, se producía una de las mayores catástrofes históricas del siglo XX: la detención de cerca de dos millones de personas, setecientas mil de las cuales fueron asesinadas y más de un millón enviadas a campos de concentración. Muchos de estos crímenes se descubrieron tras el proceso iniciado con la Perestroika de Gorbachov, como ocurrió con el levantamiento de las grandes fosas comunes del campo de Bútovo, donde fueron enterrados miles de fusilados.
1937 fue el Año del Gran Terror. Un reciente libro de Karl Schlögel, «Terror y utopía. Moscú en 1937» (Acantilado), galardonado con el Premio Leipzig para el Entendimiento Europeo, analiza los cambios producidos en la ciudad y el trasfondo de los acontecimientos a través de fuentes como la literatura, el cine y el arte de la época, o de informes y publicaciones cotidianas, como el directorio que se editaba anualmente y que dejó de aparecer justamente ese año. En 1936, el directorio publicaba por última vez, junto a las nuevas calles (800 ya habían cambiado de nombre) y la relación de cines, teatros, escuelas, bibliotecas, periódicos, revistas y asociaciones de todo tipo, los registros de altos cargos y personas destacadas, muchas de las cuales habrían desaparecido al año siguiente, arrestadas, fusiladas o víctimas de la oleada de suicidios que se desató entre 1936 y 1938. El poder no celebraba tanto el acontecimiento del aniversario de la revolución como el hecho de haber sobrevivido y haberse reafirmado (se cuenta que Lenin, después de los primeros noventa días de la revolución soviética, había mostrado su satisfacción de que hubiera superado en duración a la francesa).
La destrucción del arte y la manipulación de la cultura
Para dar cabida a los edificios de la nueva arquitectura del realismo socialista y transmitir una imagen sovietizada de la capital rusa, había que borrar o reocupar ciertos lugares significativos de la historia cultural del país. Para ello las autoridades soviéticas no dudaron en destruir parte de su patrimonio arquitectónico, derribando centenares de templos y convirtiendo decenas de monasterios en viviendas, orfanatos y cárceles, mientras otras tantas iglesias eran destinadas a almacenes y talleres. Símbolos de la arquitectura de dudosa marca zarista, como la Puerta Ibérica, el Arco de la Victoria (conmemoraba la derrota de Napoleón) o la muralla de la ciudad, del siglo XVI, fueron demolidos. El caso más destacado es el de la catedral de Cristo Redentor, la más grande de Moscú, para construir en su lugar el Palacio de los Soviets, un gigantesco proyecto que no llegó a realizarse a causa del estallido de la Guerra Mundial. En su lugar Jruschov decidió instalar una gran piscina que funcionó hasta 1995, año en el que las autoridades de la nueva Rusia decidieron reconstruir la antigua catedral demolida.
En la conmemoración del centenario de Pushkin, la URSS convirtió a este escritor en uno de los grandes valores culturales del régimen. Su figura y su obra fueron sacadas de su contexto histórico y trasladadas a la década de 1930. Un escritor que durante mucho tiempo fue considerado como el más genuino representante de la aristocracia, encarnación de la era dorada feudal, a quien los revolucionarios, no hacía tanto tiempo, habían arrojado al estercolero de la historia, se convertía en el centro del canon literario de la era Stalin, en icono de la alta cultura soviética y en objeto preferente de la cultura de masas. Un proceso de canonización que se conmemoraba entre el segundo de los grandes juicios políticos y la celebración del Comité Central que aprobaría la constitución de Stalin. Aunque pueda parecer contradictorio, los oradores que participaron en los grandes fastos no tardarían mucho tiempo en ser perseguidos y asesinados. Nunca se publicaron los textos de sus discursos.
El fracaso del gran censo
1937 fue también el año en el que el poder soviético quiso demostrar al mundo la evolución de una sociedad que crecía a un ritmo nunca visto. Para ello organizó el más completo censo en todos los territorios de la Unión. Había expectativas sobre un apoteósico crecimiento de la población, superior al de los países capitalistas, en el que iba a reflejarse también la desaparición definitiva de las clases enemigas y el triunfo del socialismo. Sin embargo, las cifras vinieron a demostrar la catástrofe demográfica que había tenido lugar a causa de la colectivización y las hambrunas desatadas por ésta, con el resultado de un grave retroceso en el número de habitantes. Particularmente alta era la mortalidad infantil y la de los deportados y los prisioneros de los campos. El resultado fue que el censo, en el que se habían invertido enormes recursos materiales y humanos, nunca llegó a publicarse. Por el contrario, el director del Censo, Ivan Kraval, fue fusilado el 21 de agosto de 1937, y el director de su Oficina, Olimpi Kvitkkin, fue arrestado. La ola represiva abarcó a todo el aparato, desde el centro hasta las repúblicas. Muchos estadísticos, acusados de trostkistas-bujarinistas y enemigos del pueblo, fueron fusilados y otros no regresaron al trabajo hasta después de haber cumplido largas condenas.
La revolución devora a sus hijos
1937 fue también el año de los grandes procesos políticos públicos, divulgados a la sociedad soviética como acontecimientos mediáticos para provocar horror y desconcierto entre una opinión pública desorientada por los acontecimientos, porque los acusados de asesinos, conspiradores y terroristas, muchas veces con pruebas falsas y prefabricadas, no eran enemigos del poder soviético sino revolucionarios, antiguos compañeros de lucha de Lenin, conocidos dirigentes del Partido. Desconcierto y asombro que aumentaban ante las autoinculpaciones públicas de esos hombres que, antes de la revolución, habían sido luchadores en la clandestinidad o exiliados, y que habían arriesgado sus vidas por el bolchevismo. Una acusación que se recrudeció al comienzo de la II Guerra Mundial contra algunos grupos étnicos del territorio soviético, como la minoría alemana, los austriacos, los húngaros o los polacos. Y que también afectó a la cúpula militar, en la que miles de mandos fueron fusilados por haber confesado, a causa de las torturas, tener vínculos fantasiosos con el fascismo alemán.
El arresto del Comisario del Pueblo Guénrij Yagoda provocó una oleada de suicidios en la cúpula de la temible policía política NKVD, tras haber sido también fusilado su director Nikolái Yezhov. Su sucesor, Lavrenti Beria, desataría la mayor ola de represión de la época al ordenar miles de arrestos y ejecuciones durante la Gran Purga.
A la aplastante propaganda contra los «traidores», las masas enardecidas respondían pidiendo el «fusilamiento de los perros rabiosos». Los procesos no fueron sino una planeada puesta en escena cuyo objetivo era la difamación y la deshumanización del enemigo político, que debía ser entregado al linchamiento público. Una escenificación, ante un público escogido, de condenas pactadas en las salas de interrogatorios, las celdas y los despachos. La decisión sobre la vida y la muerte de los acusados había sido tomada hacía tiempo. El primero de los procesos condenó entre otros altos cargos a Zinóviev y Kámenev y el último a Rykov y Nikolái Bujarin. El caso de este último es paradigmático. Conocido como una de las figuras más destacadas del bolchevismo y designado por Lenin como «favorito del Partido», fue acusado de traición a la patria, espionaje, desviacionismo, terrorismo, sabotaje y desmoralización del poder militar, entre otros cargos. En su alegato final, el juez Vyshinski llegó a definir a Bujarin como «un cruce de zorro y cerdo». Su increíble autoinculpación ante el tribunal que lo juzgaba causó una tremenda conmoción en la sociedad soviética al tiempo que desataba el terror entre quienes sabían de su viejo y probado carácter revolucionario y de su capacidad intelectual (en su año de presidio escribió cuatro ensayos, un libro de poemas y una novela). En una carta a Stalin el 10 de diciembre de 1937 con la advertencia de que «nadie más lea esto sin permiso de J.V. Stalin», cuando ya había sido condenado a muerte, escribía: «Detenido al borde de un abismo del que no hay retorno, te doy mi más absoluta palabra de honor de que no he cometido ninguno de los crímenes que he admitido durante la investigación».
La represión de los escritores
Los grandes procesos de los años 1937 y 1938 eran como una gigantesca puesta en escena de otras reuniones menores que, en todos los ámbitos, perseguían el mismo fin: la represión de todo lo que fuera contra los principios del estalinismo. Los escritores rusos Ilyá Konstantinovski y Boris Yampolski cuentan, en este sentido, sus experiencias en las reuniones de la Unión de Escritores de la URSS en un libro de reciente aparición, «Asistencia obligada» (Ediciones del subsuelo).
Yampolski y Konstantinovski fueron fervorosos militantes del partido Comunista de la Unión Soviética hasta que se dieron cuenta de que el régimen que defendían encarcelaba y ejecutaba sin sentido a compañeros cuyo único delito era su talento. Yampolski había sido testigo del cerco de Leningrado durante la guerra y lo contó en varios reportajes para la revista «Estrella Roja» y el periódico «Izvestia». Escribió también relatos inspirados en la guerra, que vivió también como partisano, y más tarde fue autor de novelas de éxito como «La feria» o «El muchacho de la calle de las palomas». A partir de 1968, a raíz de su solidaridad con Platónov, fue marginado de la vida literaria del país y condenado a «escribir para el cajón», según una de sus expresiones favoritas. «El campamento», «Una calle de Moscú» o «Arbat, calle restringida» sólo circularon en copias ilegales (samizdat). Yampolski murió en 1972.
El día que lo trasladaron al hospital para no volver a su casa, confió a su amigo Konstantinovski una carpeta con manuscritos inconclusos, folios mecanografiados, incompletos, retazos de papeles sujetos con clips, todo lo que había ido escribiendo en sus últimos años. Son los que, junto a los comentarios de Konstantinovski, componen «Asistencia obligada», uno de los testimonios más dramáticos de la represión de los escritores durante el estalinismo, un fenómeno nunca descrito por nadie. 'Asistencia obligada' era una de las anotaciones que figuraban en los impresos de las convocatorias que se hacían llegar a los participantes en las reuniones de la Unión de Escritores de la Unión Soviética durante el estalinismo.
Yampolski era uno de esos escritores, que acudía al principio con ilusión, más tarde absolutamente decepcionado y finalmente con miedo: «Miedo por una palabra dicha o no dicha, por todo sólo cuanto hayas pensado o ni siquiera hayas pensado, miedo por tus supuestas equivocaciones, y no sólo las tuyas, también las de tu camarada, o ni siquiera un camarada, sino de un conocido, de un pariente próximo o lejano...» (p.39). Para Yampolski, las reuniones eran acontecimientos a medio camino entre un tribunal, un oficio de difuntos y un patíbulo. Él iba registrando todo, desde lo que ocurría en el estrado de los dirigentes hasta lo que había entre bastidores. Su testimonio es un documento imprescindible para conocer qué ocurre cuando la creación deja de ser un producto de la creatividad y debe supeditarse a una administración que obliga al artista a renunciar a su talento para cumplir unas directrices establecidas. Se queja Yampolski de que mientras en Rusia no había papel para editar a Faulkner o a Agatha Christie, ni a Platónov o Bulgákov, se tiraban millones de ejemplares de las obras completas de un miembro mediocre del Partido. En un contexto de terror ocupó el mundo de las letras una chusma seudoliteraria para quienes la ideología no era más que el medio para relegar a un segundo plano a las personas de talento, mientras ellos ofrecían al poder una dependencia servil de «verdaderos comunistas». Eran escritores a quienes no importaba nada la literatura rusa sino asegurarse un lugar en la jerarquía de los privilegiados, al tiempo que los mecanismos de control silenciaban a unos escritores y suprimían a otros físicamente.
Las reuniones de la Unión de Escritores se desarrollaban, presididas por un retrato de Stalin, entre discursos falsos, hipócritas y perjuros, en los que se decidía la vida y la muerte. Antes de iniciarse, siempre había que telefonear a alguien para acordar a quién había que hundir, a quien dejar en paz o a quien dar coba, cuando todo esto no venía firmado y aprobado de antemano. Se sabía quién iba a hacer uso de la palabra, quién saldría elegido en las votaciones y hasta cuándo había que reír o aplaudir. Los discursos estaban escritos de antemano, habían sido retocados y nada se podía cambiar. En la reunión se privaba de la palabra a quienes no se atenían a las directrices políticas. Y no sólo de la palabra: de la opinión, de la personalidad, de la resistencia. Cada reunión era más extensa, grotesca y despiadada que las anteriores, y había que acatar mansamente todos los castigos, todas las críticas, todas las condenas: «compareció el acusado para pronunciar su última palabra... estaba tan aplastado, tan molido, tan pulverizado, que no podía sino repetir hasta la saciedad 'soy culpable, soy culpable, soy culpable'» (p.244). Todo lo que estaba sucediendo, todo lo que se escenificaba, era como un espectáculo.