En términos globales, la industria del bacalao portugués mueve un volumen cercano a los 380 millones de euros. Y no sólo de fronteras para adentro, sino que se exporta a múltiples destinos, entre los que destacan Brasil (el segundo consumidor del mundo), Francia y Suiza. En cada país se adapta a las necesidades del mercado y, por ejemplo, en Estados Unidos es habitual comprarlo sin espinas, tal vez por su predilección por la comida rápida.
La mayor fábrica de procesado de bacalao del mundo, 44.000 metros cuadrados mediante, está en Moita, en la margen sur del río Tajo y a escasos minutos de Lisboa. Comenzaron siendo treinta y hoy Riberalves factura 148 millones de euros y cuenta con medio millar de empleados, todos ellos bajo la batuta de Ricardo Alves (36 años), el primogénito de quien fuera el fundador de la empresa, João Alves (64). En realidad, toda la familia está de una manera u otra involucrada en la compañía.
La pasión lusa por el bacalao es centenaria. Cuentan las crónicas que fue traído por los vikingos, que lo pescaban y secaban al aire libre, en una época en la que todavía no se conocían todas las posibilidades de la sal. Era el alimento por excelencia en sus viajes marítimos. Se cree que fueron posteriormente los vascos quienes primero lo salaron.
Siempre estuvo considerado un alimento para pobres, para los que no tenían dinero suficiente como para comprar pescado fresco y se agarraban precisamente a su durabilidad. Así, fue una refección frecuente de los navegantes lusos en la época de los 'descubrimientos'. Si bien es cierto que los nuevos tiempos han elevado su precio hasta convertirlo en un producto poco frecuente para ciertos bolsillos, hoy continúa siendo el 'amigo fiel' de la cocina lusa.
Del agua del Norte a la mesa
El producto fresco se compra a los productores de Noruega, Islandia y Rusia, entre los meses de enero y abril, es decir, antes del desove, precisamente la época en la que el pescado presenta su mejor aspecto (más grande y de mejor calidad). Es entonces cuando comienza su procesado, una técnica que la Asociación de Industriales del Bacalao quiere convertir en un sello certificado.
El primer paso consiste en abrir por la mitad el pescado, retirándole dos tercios de su espina. Inmediatamente después se mete en un recipiente con sal, a iguales proporciones. Es la etapa conocida como salmuera, por la que la sal entra en el bacalao, que paralelamente pierde agua, produciéndose una salmuera líquida que se prolonga durante siete días. Las tres semanas posteriores es el turno de la salmuera seca, que completa esta fase.
El bacalao está técnicamente curado un mes después pero, por lo general y para ganar más calidad aún, sigue en período de curación durante aproximadamente medio año, período en el que el pescado pierde en torno al 36 por ciento de su peso.
A continuación, llega el lavado y el secado, que le quita la humedad restante. Cuando el bacalao está destinado a su consumo inmediato, se remoja en agua a 6 grados centígrados. Es el momento en el que los responsables de cada fábrica prueban su producto, principalmente el punto de sal.
Una vez en la pescadería, ¿blanco o amarillento? La blancura confunde a la mayor parte de los consumidores, quienes probablemente la asociarían con un estado más fresco. Nada más lejos de la realidad: el color amarillo del bacalao es con frecuencia sinónimo de un proceso de curación más largo y, por ende, mejor para el producto.
A partir de aquí la responsabilidad es de cada cliente o cocinero. Como recomendación, los expertos aconsejan cocinar el bacalao a una temperatura máxima de 65 o 70 grados, lo que permite conservar mejor sus cualidades. Buen provecho.