Se trata de un debate que despertó y se avivó con la subida del sufrimiento social. Ese despertar ha reducido –sin eliminarla del todo- una parte de la tolerancia social hacia los corruptos. De algún modo, la confianza en los aparatos de los partidos tradicionales (del bipartidismo imperfecto, británico, español o francés) ya caía lentamente desde hace años. Los golpes de los gobernantes al estado del bienestar, preconizados desde las instituciones europeas y el FMI, han terminado alarmando a los más frágiles, también a varias capas de las clases medias, incluso a quienes -entre ellas- conservan sus empleos. Esa alarma ha debilitado también la confianza en el proyecto europeo.
Según el Eurobarómetro, la simpatía hacia la UE se derrumba en los países mayores de la Unión. Paradójicamente, donde menos cae es en el Reino Unido porque la dimensión de esa desconfianza ya era grande casi desde su integración en la Comunidad Europea. Con relación a los datos del Eurobarómetro, es decir, referidos a los seis grandes de la UE, The Guardian afirmaba hace poco (24 de abril de 2015) que «esa confianza en el proyecto europeo cae a mayor velocidad que los índices de crecimiento».
En ese descenso, los alemanes y los nórdicos se han autoconvencido, o los convencieron sus dirigentes, de que ellos son quienes pagan el caos financiero de los mediterráneos (no sólo de Grecia). En el sur, se culpa a sus propios dirigentes corruptos, pero también se simplifica refiriéndose, venga o no venga a cuento, al eje Berlín-Bruselas. Las políticas de austeridad tienen ya demasiado recorrido negativo, demasiados años, para que alguien en su sano juicio pueda confiar en ellas, pero el modelo anterior al estallido de la burbuja inmobiliaria no es defendible. Ni antes, ni ahora, ni en el sur, ni en el norte. En cualquier caso, el proceso de victimización es doble y paralelo. Puede ser demoledor para todos. Viene acompañado de la creencia, o constatación, de los déficits democráticos de la UE que impone duros recortes para eliminar el déficit financiero, pero actúa mucho, muchísimo menos, contra los déficits sociales y las desigualdades.
Grupos sociales progresivamente invisibles
María Pazos, experta del Instituto de Estudios Fiscales, nos lo explicó hace poco con claridad mediante un ejemplo que equipara discriminaciones aparentemente distintas:
«En los países del sur, no puede haber avances hacia una verdadera igualdad de género si el estado del bienestar se derrumba. En España, pero también en Alemania, hay una tendencia a rechazar la individualización de los derechos sociales y casi todas las decisiones se toman en función de 'la familia', del paradigma familiar. De modo que muchos grupos de mujeres y de trabajadores inmigrantes, especialmente, quedan olvidados, se vuelven 'invisibles'. Es el caso de las empleadas de hogar, de las personas que atienden a los mayores o a las personas con dependencia. Empleadas casi siempre, o con frecuencia, procedentes de la inmigración. La reducción de las pensiones las afecta muy en especial porque si tienen contratos éstos son esporádicos y de muy bajo salario. Sus cotizaciones son demasiado leves, demasiado irregulares, para alcanzar el derecho a una verdadera pensión. Estos grupos sociales se ven impelidos a trabajar en la economía sumergida». Ese modelo laboral ultra precario se ha extendido a otros sectores.
Y esa economía sumergida, a su vez, es la bestia negra de los dirigentes de la Europa nórdica y alemana, que ven alarmados cómo crecen las ideas populistas (o las que ellos identifican como tales). Convencen a sus opiniones públicas, que mantienen a su vez una gran ceguera ante el aumento espectacular de las desigualdades en sus propias sociedades y -en mayor medida- en las de la Europa del sur. En ese ambiente, la precarización de los contratos laborales y la voluntad aparente de eliminar la negociación colectiva y los derechos sociales, impulsan la inmersión económica y laboral de muchos sectores. Pero esos mismos sectores obligados a convertirse en 'invisibles' se niegan al proceso 'político' de invisibilización.
De modo que cabe entender que la quiebra del paisaje estandarizado de unas fuerzas políticas envejecidas surgió ahí. No de repente, como por arte de magia, en la cabeza de dirigentes políticos nuevos y milagrosamente carismáticos.