Esta inercia en realidad no ha desaparecido. Si se dice o se escribe: «el presidente comunista Raúl Castro», nadie se sorprenderá. Pero sí habrá sorpresa si se llama capitalista al presidente Barack Obama, aunque se aplique la misma lógica.
Existen al menos cuatro puntos de análisis ausentes en el coro mediático.
El primero es que nunca se alude a las responsabilidades de Occidente en este asunto.
Recordemos que el último líder soviético Mijaíl Gorbachov (1985-1991) estuvo de acuerdo con George Bush padre, Margaret Thatcher, Helmut Köhl y François Mitterrand en aceptar la reunificación de Alemania, pero también se convino que Occidente no debería tratar de invadir la zona de influencia de Rusia.
Una vez que Gorbachov fue eliminado, el juego se abrió de nuevo. Y la docilidad total de Boris Yeltsin (1991-1999) a Estados Unidos es bien conocida.
Mucho menos conocido es que el Fondo Monetario Internacional (FMI) emitió un préstamo de 3.500 millones de dólares para apoyar al rublo. El crédito fue a parar al Banco de América, soslayando al Banco Central de Rusia y terminó en los bolsillos de los oligarcas que compraron todas las empresas públicas rusas.
Después de Yeltsin, Vladimir Putin apoyó la invasión de Estados Unidos a Afganistán de una forma impensable durante la Guerra Fría: permitió que los aviones estadounidenses volasen por el espacio aéreo ruso.
En noviembre de 2001 Putin visitó a George W. Bush en su rancho de Texas, pero unas semanas más tarde, este anunció que Estados Unidos se retiraba del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, simplemente para desarrollar un sistema en Europa Oriental supuestamente para proteger de la amenaza de Irán a los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Con realismo, esta estrategia se interpretó como dirigida contra Rusia.
A esto le siguió la invitación de Bush en 2002 a siete países de la extinta Unión Soviética (incluidos Estonia, Lituania y Letonia) a unirse a la OTAN, lo que hicieron en 2004.
La Revolución de las Rosas de 2003 en Georgia llevó al poder a Mijaíl Saakashvili, un presidente prooccidental. Cuatro meses después, las protestas callejeras en Ucrania, la Revolución Naranja, condujeron a la elección de otro mandatario favorable a Occidente, Viktor Yushchenko.
Sucesivamente, Bush apoyó la adhesión de Ucrania y Georgia a la OTAN, una bofetada a Moscú. De modo que no fue una sorpresa cuando, en 2008, Putin respondió militarmente al intento de Georgia de ocupar la región prorrusa de Osetia del Sur, junto con otra región separatista, Abjasia. Sin embargo, para los medios de comunicación se trató de una acción irracional.
El presidente Barack Obama intentó reparar los daños causados a las relaciones internacionales por el gobierno de Bush.
Pidió un «reinicio» de las relaciones con Moscú, y, al principio, todo salió bien.
Rusia estuvo de acuerdo en el uso de su espacio para suministros militares a Afganistán. En abril de 2010, Estados Unidos y Rusia firmaron un nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START), disminuyendo sus arsenales nucleares. Y Moscú respaldó las sanciones de las Naciones Unidas a Irán y desistió de vender a Teherán sus misiles antiaéreos S-300.
Pero en 2011, en vista de las elecciones parlamentarias en Rusia, quedó claro que Estados Unidos estaba apoyando a la oposición.
Todos los medios de comunicación occidentales estaban contra Putin, quien acusó a Estados Unidos de inyectar cientos de millones de dólares a favor de la oposición. El entonces embajador estadounidense en Rusia, Michael McFaul, respondió que era una gran exageración y que «solo» algunas decenas de millones se habían proporcionado a organizaciones de la sociedad civil.
Putin fue reelegido en 2012, ya obsesionado con la amenaza occidental a su poder, y en 2013 asiló a Edward Snowden, el denunciante del espionaje de la estadounidense Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y Obama canceló una reunión bilateral.
En 2011 había estallado la Primavera Árabe. Rusia consintió la acción militar en Libia, pero solo para suministrar ayuda humanitaria. Como de hecho se utilizó para un cambio de régimen, Moscú se sintió engañado y protestó en vano.
Ante la guerra civil en Siria, Occidente trató nuevamente de obtener el apoyo ruso para un cambio de régimen, y se disgustó cuando Putin se negó.
Ahora el conflicto se ha extendido a Ucrania con el intento de asociar este país a la Unión Europea (EU) y separarlo del bloque económico que Rusia estaba tratando de crear con Ucrania y Bielorusia.
El segundo punto es que Rusia tiene los recursos y la voluntad para resistir los intentos externos de reducirla a una potencia local.
Desde su punto de vista, cualquier esfuerzo para cercarla o debilitarla, ahora que los enfrentamientos ideológicos han desaparecido, se ve como parte de la vieja política imperialista, ya que, a diferencia de la Unión Soviética, Rusia no puede considerarse una amenaza.
El tercer punto es que la cuestión de Ucrania se debe tomar con una pizca de sal.
Es un Estado muy frágil, donde la corrupción controla la política, y tiene problemas económicos estructurales. Su región oriental es la más industrializada, y por lo tanto su población teme que la entrada de Ucrania a la UE conlleve la eliminación gradual de muchas fábricas.
En la parte occidental, durante la Segunda Guerra Mundial, muchos ucranianos se pusieron de parte de los nazis, y en la actualidad existe un fuerte movimiento nacionalista, cercano al fascismo.
Ucrania es un asunto muy complicado y costoso. ¿Es razonable cambiar los criterios de la UE, aceptando a un país totalmente fuera de sintonía con ellos y asumir una carga enorme, solo para parecer que se ha triunfado contra un hombre fuerte?
Lo que nos lleva al último punto.
Putin es un exoficial de la KGB, que siente que Rusia recibió un trato injusto después del colapso de la Unión Soviética. Todos los esfuerzos para llegar a un entendimiento con Occidente han sido rechazados, con la progresiva ampliación de la OTAN, la red de bases militares que rodean a Rusia, el constante apoyo a sus oponentes y el tratamiento restrictivo de su comercio.
Putin sabe que sus sentimientos sobre el declive ruso son compartidos por una gran mayoría de sus conciudadanos. Pero él es un autócrata arrogante, por decir lo menos, que no está haciendo nada para fomentar la modernización de la economía, ya que manteniendo en sus manos la producción y el comercio, puede conservar el control sobre Rusia.
Viktor Yanukovich, el presidente de Ucrania desde febrero de 2010 hasta febrero de este año, es también un autócrata al estilo de Putin. Fue depuesto por protestas masivas en las calles, patrocinadas y apoyadas por Occidente. Para el mandatario ruso, cualquier posible contagio debe frenarse en seco.
Por tanto, Putin está desempeñando el papel de salvador de la nación rusa, que puede intervenir donde quiera que haya minorías rusas amenazadas.
La pregunta es: si Putin se va, ¿le sucederá una sociedad democrática, participativa, limpia y no corrupta? Los que conocen bien a Rusia piensan que no.
La historia enseña que la eliminación de autócratas no necesariamente conduce a la democracia. Por lo tanto, la política de hostigar a Putin en nombre de la democracia puede llevar a jugar su juego, al convertirlo en el defensor del pueblo ruso.
Como escribe Naomi Klein, los únicos ganadores en este conflicto son las corporaciones petroleras, empeñadas en una campaña mundial para conquistar mercados que abastecen los hidrocarburos rusos.
Esto implica acelerar la producción de hidrocarburos en Estados Unidos, sin considerar lo que suceda con el ambiente y, para los europeos, sustituir el gas ruso por el estadounidense.
El periodista srilankés Tarzie Vittachi dijo una vez: «Todo es siempre sobre otra cosa». Y la historia no muestra muchos ejemplos de petróleo y democracia marchando en la misma dirección.