España ha accedido a la final de la Copa Confederaciones en Brasil, una competición deportiva que ha ido pareja al estallido de manifestaciones que muestran el descontento social por la profunda brecha económica que se agranda cada vez más en la nueva potencia económica mundial. Mientras se disputaba la semifinal entre España e Italia, miles de personas protestaban en las calles y se producía la muerte de otro manifestante en enfrentamientos con la policía. La quinta víctima. Las burbujas brasileñas empiezan a desinflarse antes de lo que preveían los expertos.
Tiempo lleva discutiéndose sobre la sostenibilidad de ciertas contradicciones que alberga la economía de Brasil como país emergente, y se habían pronosticado un pinchazo de algunas burbujas para después de los eventos mundiales deportivos que tendrán lugar en el gigante latinoamericano, pero no antes como parece que empiece a producirse.
Brasil está inflando de forma espectacular dos burbujas, la crediticia y la inmobiliaria. En Rio de Janeiro los precios de la vivienda son desorbitantes, prohibitivos y agrandan aún más las diferencias sociales. Y la facilidad con que se está dando el crédito nos trae al recuerdo los años del dinero fácil en España.
El estallido social ha surgido a consecuencia de la elevada inflación que viene castigando de hace tiempo al consumo de la población, que sufre abismales diferencias de renta a causa de las marcadas desigualdades sociales que aún persisten. Estas circunstancias hacen que las clases sociales de baja renta no puedan permitirse ni desplazarse en autobús ni comprar alimentos básicos, que están al alza pero que, por otro lado, no son servicios de calidad. La enorme disparidad entre salario mínimo y aumento de precios básicos es clave. Y tras ello entramos en la segunda parte de las razones por las que estalla Brasil socialmente. El perfil sociológico de los manifestantes, estudiantes universitarios entre la veintena y treintena que aspiran a mejores condiciones de vida, y sobre todo que han nacido y crecido en democracia a diferencia de las generaciones mayores, nos marca el perfil de unas exigencias de mejoras democráticas y de vida frente a los que participaron en las protestas de los 80. La cuestión era hasta cuándo Brasil iba a contener esa brecha que tiene entre su crecimiento macroeconómico y sus servicios e infraestructuras mediocres, su falta de inclusión social, de competitividad en los servicios públicos (de los que el transporte es uno de los más clamorosos ejemplos de disfuncionalidad y no acorde con su estatus de potencia mundial, que condiciona bastante la vida de la gente).
Mientras Brasil no se abra a la competencia exterior y siga tan excesivamente proteccionista y ensimismado, tanto con su mano de obra (necesitada de cualificación, pero existen muchas trabas a la inmigración) y con su política comercial (cerrada a cal y canto contra las importaciones del exterior hasta el punto de que la mayoría de ventas en el país son de productos brasileños de mala calidad, mientras que deben pagarse elevados precios por los productos del exterior debido a su política de aranceles), no avanzará ni será capaz de aportar servicios de calidad. En las relaciones internacionales anda demasiado encerrado en el marchito Mercosur, muy dependiente de la ya frágil situación económica de Venezuela, agotada en su modelo, y no podrá desarrollarse como potencia con esa aptitud de rechazo a Occidente y su escasa participación en organizaciones regionales más relevantes.
Brasil tiene un desajuste importante entre excesivos impuestos y escaso gasto social, educativo y sanitario, es decir, una elevada carga impositiva que no se ve reflejada en los servicios públicos (punto clave de estas manifestaciones). La inflación es un factor fundamental en los estallidos sociales que estamos viendo en Brasil, así como a lo largo y ancho del mundo, desde que la subida de las materias primas a finales de 2010 hiciera estallar las denominadas revoluciones árabes, algo que tuvo precedentes de revueltas en zonas distintas como Haití, Bolivia, Filipinas, etcétera, en años anteriores por subidas similares de las commodities.
Y no hay que olvidar que Brasil es uno de los mayores productores de commodities del planeta y su economía depende en gran medida de este sector, fundamentalmente de las exportaciones a China, a la par que mantiene poca apertura a Europa y EE UU. Tampoco se debería descartar que el gigante asiático tenga finalmente un estallido social parecido, una vez que el Gobierno haya completado su fase de creación de clase media y ésta haya accedido a la educación y servicios básicos, y entonces empiece a reclamar sus derechos políticos y otras mejoras en su calidad de vida. No es descartable si hay otras variables incubando este potencial estallido, como el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la insoportable contaminación y la corrupción.
La omnipresencia de la corrupción en Brasil no había sido hasta ahora motivo de protesta ciudadana, en una población acostumbrada a no reclamar por estos asuntos, pero los manifestantes empiezan a quejarse contra la creciente inseguridad ciudadana y mil cosas más. La violencia ha ido en aumento a la par que se gestaba el llamado milagro económico, con unas fuerzas de seguridad viciadas y poco modernizadas para hacerle frente. De hecho, la corrupción explica en gran medida todos estos problemas y desajustes.
Por todo ello y en términos generales, es obvio que se ha despertado una conciencia mundial sobre la dignidad de lo que recibimos del Estado y de unas mayores aspiraciones de mejora de vida entre la gente común, que traspasa fronteras, en lo que la juventud, más exigente respecto a otras generaciones, preparada pero frustrada, tiene mayores reivindicaciones relacionadas con la mejora de la democracia y las condiciones de vida. Por tanto, hemos de esperar más estallidos sociales de este estilo en cualquier lugar del mundo como hecho transversal a factores geográficos y culturales. Es la inflación la chispa que prende la llama. Preguntémonos si en este nuevo siglo XXI se puede seguir sosteniendo la convivencia del desarrollo con profundas desigualdades sociales, con inseguridad ciudadana e incluso con la falta de garantías democráticas y de un Estado social de derecho.